Cerrad un instante los ojos, no más que un
instante y dejad que os cuente un secreto. Algo que a nadie jamás revelé, algo
que siempre protegí con cuidado, temeroso de la incomprensión, de la soberbia y
la ostentosa ignorancia que con tanta frecuencia tristemente exhibe el mundo.
Creo ahora, sin embargo, cuando tan lejano queda
todo, llegado el momento de referir mi historia.
Así pues, prestad atención. A vosotros confío el
relato fiel y certero del más extraño e inquietante suceso que alguna vez en mi
vida aconteció.
Era yo muy joven todavía y por la época en que los
hechos que hoy me dispongo a revelar sucedieron, residía en un pueblecito
costero del norte. Una de esas pequeñas y pintorescas villas marineras al borde
de los acantilados, de inviernos grises y veranos breves, de casitas bajas y
tejas rojas, de vientos con sabor a sal... Un paraíso de playas bravas y
melancólicas laderas desde el principio de los tiempos −las gentes del lugar
cuentan− con candor enamoradas de las olas y la arena.
Allí, en aquel paraje de ensueño, fue donde tuvo
lugar el encuentro que para siempre habría mi vida de cambiar.
El día, un día gélido de invierno en apariencia
idéntico a todos los demás, un día que amaneció
como otro cualquiera y nada diferente presagiaba, había sido lluvioso y muy
gris. Apagado por completo mañana y
tarde estuvo el cielo, cubierto por unas amenazadoras nubes del color del plomo
que melancolías y sombras en su estela arrastraban y que muy pronto en una
tempestad, densa, ruidosa y feroz sobre la tierra su pesada carga vertieron.
Pero al fin, barrida por el viento la tormenta, en
esa hora misteriosa del crepúsculo que de rubor tiñe el ocaso y ni al día ni a
la noche parece pertenecer, la lluvia cedió y yo decidí entonces salir a distraer
un poco ánimo y pensamientos: caminar las estrechas y tortuosas calles del
pueblo, dejar atrás el alegre bullicio que, en los soportales de la plaza, pese
a la humedad y los charcos, todavía a esa hora no muy tardía reinaba y dar
luego un rodeo hasta alcanzar el corazón de una pequeña playa que pocos días
antes había yo descubierto.
Era aquella una cala de aguas calmas y
cristalinas, una delicada bahía de incomparable belleza, tranquila y muy poco
frecuentada, de arena dorada y muy fina, refugio perfecto para almas −como la
mía− cansadas, quizá desamparadas y, sin duda, del mundo fugitivas.
Inquieto, abatido, vencido por el desánimo e
inmerso en negras, muy oscuras cavilaciones como aquella noche yo me hallaba,
muy veloces corrieron las horas y cuando de ello vine a darme cuenta no debía
estar ya lejos la medianoche.
En el firmamento, impasibles y lejanas, brillaban
las estrellas, gemía dolorido el mar y sobre la arena arrojaba la luna unos
rayos de luz azules, desconcertantes, efímeros y enigmáticos como un conjuro.
Iban y venían las olas, lentas, espumosas, serenas,
una y otra y otra vez, rítmico e hipnótico su vaivén.
La atmósfera, húmeda y fría, sin piedad helaba los
huesos con su soplo glacial.
Todo estaba en paz. Impregnado de suaves olores el
aire. Ningún peligro parecía acechar.
No era así.
Fue entonces cuando lo impensable, lo imposible...
sucedió.
Ved, esto fue lo que ocurrió.
Estaba ya la luna en lo más alto del cielo, tocaba
a su punto la medianoche, todo en torno a mí era soledad y silencio, cuando de
golpe, con furia ciega rugió el océano y de inmediato, muy bruscamente, la
marea descendió.
Un furtivo rayo de luz relampagueó sobre las aguas
al tiempo que de ellas emergían tres figuras, tres mujeres que, sólo a
intervalos, la luz tenue de la noche iluminaba. Muy pálido su rostro, una
sonrisa desmayada en los labios, tan ligeros sus movimientos como una brisa
tibia de mayo.
Imaginad mi asombro, imaginad mi espanto ante tan
fantástica visión. Imaginadlo, sí, porque por mucho empeño que yo en ello
pusiera, jamás alcanzarían estas endebles palabras mías a explicarlo.
Con la
quietud y la inmensidad de un hechizo, tras mirar a un lado y a otro como si
buscara a alguien −un indescriptible tinte de misterio y desconcierto al fondo de
sus ojos celestes− frente a mí se detuvo la más joven de aquellas etéreas y
bellísimas damas. Tan blanca y tan rubia era que de nieve y oro parecía hecha.
Rozaron sus ojos los míos y en el corazón de la noche, con una ternura y una
tristeza inusuales, suaves palabras de
amor a mi alma habló.
Un sollozo mudo anudó mi garganta, sobrecogido
frente a tan sobrenatural hermosura.
Las estrellas que desde tan lejos había yo un
momento antes contemplado parecieron deshacerse en mil destellos que sobre mi
cuerpo caían y lo quemaban. Temeroso de deshacer el encanto, apenas si
respiraba.
Ella
permanecía inmóvil, despacio, muy despacio, transcurrían los minutos, parecía
el tiempo detenido y a punto estaba ya de desgarrarse en dos mi corazón, cuando
hacia mí extendió su mano y, en un gesto que fue casi una caricia, el anillo
que en uno de sus largos y blanquísimos dedos brillaba me entregó.
La luz clara de la luna de lleno entonces le dio
en el rostro, sonrió con melancólica dulzura, un beso leve dejó en mis labios y
en la soledad de la madrugada, diluida entre la bruma que como un velo de gasa
flotaba en el aire, para siempre se desvaneció.
Tembloroso y febril, incansable, entre las sombras
del bosque con desesperación hasta el alba la busqué.
Comenzó al
fin el día a blanquear, una claridad
trémula y espectral en torno a
mí, poco a poco, se extendía y con gran dolor hube entonces de aceptar que
incapaz sería ya de hallarla.
Un inmenso vacío, una soledad desgarradora, un
opresivo desconsuelo −ese desconsuelo sin nombre que solo pueden concebir
quienes de él alguna vez se hallaron presos− se cernieron raudos sobre mí.
Quebró mi espíritu el arañazo del desamparo, todo a mi alrededor calló y
hondamente conmovido, lloré.
De eco en eco, en la espesura del bosque, largo
tiempo resonó mi llanto y entre el rocío de la mañana mis lágrimas se
perdieron.
Muchas
veces a lo largo de los años habría de volver, con un rescoldo de esperanza y
esa inexplicable y rara fe con que uno espera los milagros, al lugar exacto de
tan extraña aparición.
Esfuerzo vano.
Una y otra
vez en mil pedazos se desharía mi ilusión.
Nunca la volví a ver y sólo mecida entre mis
sueños, enredada en ese vago espacio que de la vigilia los separa, alguna vez,
muy pocas, la encontré.
Implacable, despiadado e inmisericorde como suele, pasó el tiempo y su
curso, serena y apacible en ocasiones, vertiginosa y dolorida en otras, siguió
la vida: alegrías, penas, victorias, derrotas, simulacros de amor... Ruido y
silencio.
Nada queda ahora. Indiferentes y pesarosos, muy lentos, se arrastran los
días. Dormido el presente, a mi alrededor como un sueño se cierne el pasado y todo
me es ajeno en este limbo donde habito −para siempre ausentes quienes alguna
vez mi mundo y mis sueños compartieron,
tan dolorosa y cierta la conciencia de mi propia soledad− aunque quizá tan sólo
ocurra que demasiado cansado estoy ya de vivir sin ella, sincero y leal
enamorado de quien nunca volverá.
No negaré −ningún motivo hay para
ello y cierto es− que amores más prosaicos en mi vida hubo, mas siempre, en el
más secreto rincón de mi alma acurrucado, latente y poderoso, tiritando de
ternura y de nostalgia, permaneció su recuerdo.
Nunca la
olvidé.
Exiliado de un lugar al que jamás podré regresar, con
la vida como veis hoy ya a mis espaldas y el eterno chispazo de pesar que desde
aquel único encuentro siempre albergó mi mirada, aún centellea en mi memoria su
magia, su belleza −turbadora y tan, sin embargo, inocente y pura−, su voz
−enigmática, romántica, suave como el rumor del viento entre las hojas de los
álamos−, sus ojos −tan azules y profundos que toda la luz del mundo parecían
haber absorbido−, el perfume de misterio y de poesía que impregnó su despedida.
Sobre mi pecho, cerca, muy cerca del corazón,
estuvo siempre su anillo −huella tangible de no haber sido locura aquella noche
en que amor eterno ambos nos juramos ni vano fantasma de mi ardiente
imaginación− y allí por siempre, aun después de muerto −así ahora, cuando tan
próximo ya el final de mis días siento, os lo encomiendo− es donde habrá de
permanecer.