"Cada grito
de dolor permanece eternamente en la mente de Dios"
Anónimo en los muros de Auschwitz
Aferrado
a la mano de su esposa, incapaz de mirar atrás, Gabriel luchaba por no
quebrarse. Avanzaban despacio, en silencio, enfrascados ambos en idénticos
pensamientos. Dos pequeños eslabones en la larga cadena de miedo y derrota que
aquellos días acordonaba Toledo. A lo lejos, las campanas de Santa María daban las
doce. Un escalofrío, incongruente e impropio de la mañana de verano, recorrió entonces
su cuerpo. Aquel tañido grave y solemne había marcado el paso de sus horas
desde que tenía memoria y ahora que, sabía, lo escuchaba por última vez quiso anclarlo
con detalle y precisión a su nostalgia. Las campanas, el olor de la leña al
encender el fuego por las noches, la fragancia del jazmín, los silbidos de las
golondrinas en las tardes morosas del verano, la casa de su niñez y sus
ancestros... Todo lo perdían y él buscaba en su alma coraje para enfrentar
incertidumbre y sufrimiento, para adaptarse y sobrevivir en ese mundo extraño y
feroz que les había tocado en suerte.
Ahuyentó
de su mente la nube de recuerdos que lo ahogaba y se centró en el camino.
Avanzar, no pensar, un paso y otro y otro más. A su lado, Sara lloraba sin
ruido. Apretó fuerte su mano. No hallaban sus labios palabras de consuelo.
En
qué momento comenzó a torcerse el rumbo de sus vidas, cuándo perdieron su
ciudad, de dónde procedía odio tan amargo... Lo torturaba la injusticia y la
maldad y para ninguna pregunta encontraba respuesta.
Habían
vivido los últimos meses divididos entre el miedo y un conmovedor empeño de
normalidad, sujetos a un frágil simulacro de esperanza, imaginando (deseando)
que los excesos del fanatismo pronto se apaciguarían. Pero no. Imperdonable era
su pecado e imposible resultaba redimirlo.
Un
sentimiento de exclusión y lejanía los cercaba, una explosión de furia
incontrolable que no alcanzaban a entender. Excitados por predicadores
fanáticos, por absurdas leyendas en torno a profanaciones e infames rituales
sanguinarios, se alzaban ahora sus vecinos contra ellos, volvían la cara los
amigos a su paso, se apartaban al instante de su lado como quien se aparta de
un mendigo sucio y maloliente. Ardían las hogueras por doquier e impregnado de
pánico se hallaba el aire.
Y,
sin embargo, pese a tan evidentes señales de alarma, atados como estaban a la
sospecha y la desconfianza, aún se negaban en esos días a admitir que de veras
fueran a expulsarlos, que habrían de abandonar la tierra donde nacieron, donde
siempre vivieron sus antepasados, las calles de la ciudad que una vez creyeron
suya y donde no recibían ahora más que injurias y signos de odio.
Una
firma y un sello de lacre al pie de un decreto: "acordamos de mandar salir a todos los judíos de nuestros Reynos,
que jamás tornen ni vuelvan a ellos...", los arrojaba al exilio, los
exponía a la vergüenza y los obligaba a emprender un viaje sin rumbo hacia
algún lugar incierto donde quizá también serían señalados y de nuevo
rechazados. Los borraba para siempre del recuerdo y del paisaje de su tierra cual
imaginarios fantasmas.
Desierta
ya la judería, una larga procesión de rostros lívidos y sombríos atravesaba ese
mediodía la muralla y cruzaba lentamente el Tajo: ancianas de aire quebradizo,
madres jóvenes con niños en los brazos, hombres mareados por el calor, atónitos,
encorvados e impotentes. Entre ellos, uno más, Gabriel rumiaba la magnitud de
su desgracia y de su pérdida. Nunca volvería a recorrer las calles de su
infancia, ni vería el perfil de sus montes al atardecer, no lo arrullaría el
canto de su río ni lo ampararían los muros familiares del hogar. Lo olvidaría
su ciudad: la más hermosa del mundo, la más civilizada hasta que despertó en
ella la barbarie. Una rosa blanca sobre la tumba de los padres −inmenso alivio
no haberles visto vivir ese día− había sido esa mañana su triste despedida.
Inmerso
en aquella interminable ruta de pesadilla, absorto en sus cavilaciones, envuelta
en su alma la ciudad en una niebla de lejanía y dulzura, se sentía él pequeño y
solo, vulnerable y enfermo de añoranza, cuando con brusca lucidez, como si
despertara de un sueño, comprendió que no podía darse por vencido, no debía, no
lo estaba. Ese pensamiento inesperado le calmó el desasosiego y pintó en su
rostro un amago de sonrisa. Rodeó entonces con firmeza los hombros de Sara, notó
cómo de golpe recobraba el ánimo su espíritu, cómo regresaban las fuerzas a su cuerpo
y, uniendo a la suya su cabeza, murmuró despacio: «volveremos, amor,
volveremos». Ella agachó la mirada, apenas un segundo, asintió con un
gesto leve de esperanza y guió luego su mano hacia la vida que latía en sus
entrañas. «Volveremos», repitió −llanto en los ojos, desafío en
la voz− implorando al Cielo clemencia y amparo para aquella estirpe suya errante
y maldita como era la de los Hijos de David.
Cada
vez más y más lejos continuaban con repiques de triunfo doblando las campanas
en aquella mañana de verano del Año del Señor de 1492, mientras los desterrados
abandonaban la ciudad. En sus alforjas una llave, una lengua y un puñado de su
tierra: Sefarad.
Relato
publicado en la Antología del Tintero de Oro "Tinta, papel y...¡acción!".
Diciembre 2019.