domingo, 31 de marzo de 2019

La Culpa - Reseña



"...Y ahora el público reclama un nuevo monstruo"

La negativa de un psiquiatra a testificar a favor de un paciente suyo acusado de la muerte de diez personas es el punto de partida de "La Culpa", última obra del autor americano David Mamet de gira ahora por España. A partir de ahí y  en forma de trhiller la obra aborda temas como el abuso de poder, la mentira, los prejuicios, el injusto linchamiento que a menudo provocan los juicios mediáticos o el conflicto que tan frecuentemente se produce entre legalidad y moralidad.
La presión mediática y familiar que sufre el protagonista para obligarlo a declarar es el eje central en torno al cual gira la trama. Acusado injustamente de homofobia, tras haberse confesado homosexual el asesino, la atención de los medios se desvía de inmediato hacia el psiquiatra dejando en segundo plano la monstruosidad del suceso y desencadenando una perversa espiral de manipulación y mentiras muy difícil de romper.
Obra amarga y oscura que pone el foco sobre el egoísmo y la turbiedad del ser humano, sobre su necesidad también de aceptación, que trata de interpelar al espectador para generar debate y conflicto y hacerle reflexionar sobre el valor y la importancia que tienen las palabras y lo fácil que resulta vaciarlas de sentido.
Correcta la interpretación de los actores aunque en exceso monocorde. A destacar la escena entre Magüi Mira (defensora del asesino) y Pepón Nieto (el psiquiatra). Pese a la brevedad de su papel, la actuación de Mira es brillante: el modo de moverse, la intención y los matices del discurso... Sin duda lo mejor de una obra que, pese a la carga de crítica social que contiene y al interés de los temas que plantea, no acaba de atrapar.

viernes, 22 de marzo de 2019

La leyenda del sendero



Hay en  los bosques del norte un sendero donde las hadas bailan al llegar la primavera. Llena el ábrego de rumores las encinas, extrañas sombras fugaces atrapan los helechos y un raro embrujo todo lo inunda. Cuentan que en las noches de luna llena elfos y gnomos juegan entre remolinos de amapolas y violetas, espantan con sus travesuras al invierno y, a la luz de las estrellas, al verde del bosque cosen sus fábulas y poemas. Trinan al amanecer tórtolas, vencejos y abubillas; entre flores y espigas revolotean bandadas de mariposas nuevas; aletean sobre el arroyo mil libélulas cantarinas y al detener el vuelo las lechuzas, bajo su peso se quejan las ramas de las acacias viejas. De las profundidades del valle, al borde de aquel recóndito sendero de brezo y agua cada primavera renacido, surge entonces una voz ─«érase una vez...», muy suave y muy bajito apenas murmura─ que de inmediato el viento acalla: «shhh... silencio», desliza con cautela entre sus ráfagas, «aún no desveles el secreto», «shhh....aguarda», «esta noche, ten paciencia», promete impenetrable y misterioso «shhh... confía... esta noche te cuento».       

       



          ENTC

domingo, 17 de marzo de 2019

Mujer en el bar. Ovidio Parades - Reseña



"Que la soledad puede morder o acariciar"

Veintiún relatos protagonizados en su mayoría por mujeres es lo que encontramos en este último libro, "Mujer en el bar", del escritor ovetense Ovidio Parades. Relatos articulados todos ellos en torno a pequeños instantes y sentimientos, a la amable cotidianeidad de gestos y detalles, al desconcierto y la fragilidad que provocan las dificultades de la vida, el desamparo frente a lo inesperado.
Ternura, sensibilidad y delicadeza definen unas historias intimistas y doloridas que mezclan alegrías, ilusiones, miedos, frustraciones... para hablar al fin del inevitable paso del tiempo, de amores y pérdidas, de la necesidad de protección que en algún momento todos sentimos, de la soledad o el eterno desconcierto frente a la muerte y la vejez.
Conjunto de cuentos, sencillo sólo en apariencia y magníficamente construido, con que el autor nos asoma al abismo, al naufragio a veces, de otras vidas, siempre con una mirada compasiva hacia sus personajes y una melancolía suave que no hiere pero araña sin remedio el corazón.  

sábado, 9 de marzo de 2019

A destiempo



Hay personas que mejoran el mundo, ángeles sin alas que nos abrigan el alma y nos la incendian de ternura. Disfrazan de inocencia su poder e invisibles tras su máscara jamás a nadie revelan su secreto. Una vez, hace mucho tiempo, uno de ellos detuvo su camino frente a mí. No supe entonces verlo. 

Buenas tardes, doña Adela −saludaba yo cada miércoles, cargada de libros la mochila, extraviada la mente en el partido en que, seguro, ya se habrían enzarzado mis amigos, enfurruñado con autocompasión de criatura por mi triste suerte.

Pasa, hijo, pasa −sonreía ella, empujando pasillo adelante mi mal humor y mi desgana, acomodándolos con cuidado en la pequeña salita ya dispuesta para la clase: libre de fotos y tapete la camilla, flexo encendido, máquina de coser contra la pared, envuelta la habitación en aquella bruma de calor que un brasero viejo y muy destartalado desprendía de continuo a nuestros pies.

 Matemáticas y literatura. Una tarde a la semana, de cinco a ocho. Aquel había sido el pacto con mamá y yo debía respetarlo. En juego andaban las vacaciones y una sorpresa de fin de curso que, si todo iba bien, me había ella prometido.

Ovillada en su rincón ronroneaba Luna, una gatita ciega con aires de princesa que solo toleraba las caricias de su dueña. Arisca y orgullosa como una zarina rusa.

Mientras yo esparcía por la mesa rotuladores y cuadernos, un ojo pendiente de Luna, ofendido en secreto por su indiferencia, doña Adela preparaba la merienda en la cocina: chocolate caliente y un riquísimo bizcocho de nueces y canela, sospechosamente parecido al de Rosales, la panadería del barrio, que el duendecillo travieso que habitaba en sus ojos juraba con descaro sublime haber horneado esa misma mañana solo para mí. Yo reía su broma a carcajadas, ella fingía escandalizarse de mi incredulidad, se hacía un poquito la ofendida y guiñaba luego un ojo con picardía. Siempre fue buena cocinera pero por nada del mundo −decía con sorna− aspiraba a aquellas alturas de la vida a convertirse en una de esas cándidas abuelitas a un delantal pegadas, repleta la nevera de tartas y compotas. Había tanto por hacer, tanto todavía que aprender...

Era aquella devoción suya por el estudio, por la belleza, por las artes y el saber, la ilusión tan sincera y evidente con que acogía nuestros avances, nuestros pequeños triunfos y progresos, lo que la convertía sin duda en una mujer distinta y especial, lo que después de tantos años, aún hoy, de ella guarda mi recuerdo.

Entre ecuaciones y poesía, saltando de Quevedo a Lorca, murmurando versos de  Bécquer o Machado (¡cómo adoraba aquella mujer las rimas de Bécquer y sus cuentos de fantasmas!), me hablaba algunas veces de su infancia de niña pobre, del hambre y de una guerra tan ajena, tan lejana entonces para mí como las de Troya o el Peloponeso.

En la habitación del fondo, la última del larguísimo pasillo que recorría la casa, Gene Kelly cantaba bajo la lluvia para un marido enfermo de olvido y desmemoria. Disfrutaba el hombre cada tarde la película como si la viera por primera vez, hechizado por una peripecia y unos personajes que de inmediato olvidaba para enamorarse de ellos de nuevo poco después.  

Los primeros síntomas de la enfermedad −contaba ella− habían aparecido por sorpresa, años atrás, recién apenas jubilado: imágenes y palabras se desdibujaban veloces en su mente, perdía el nombre de las cosas, llamaba a gritos a la madre y, sin consuelo, lloraba hasta dormirse algunas noches. Poco a poco, implacable, el mal avanzó y al fin, él, un hombre que jamás había estado enfermo, siempre fuerte y enérgico, se transformó en un ser desvalido y frágil. Se les quebró el futuro. Y la vejez amable y tranquila que Adela y Fernando un día planearon saltó en pedazos.

Los hijos estaban lejos, apenas ayudaban, venció ella lentamente miedo y desconcierto y sin rastro de amargura afrontó la soledad, reunió valor. «Cosas de la vida, −decía− la vida con sus penas y alegrías».

Ay, hijo, no me hagas caso, −se disculpaba de pronto− los viejos arrancamos a hablar y parece que nos dieran cuerda.

 Y volvíamos −sonrisa en los labios, cabeza entre los libros− a despejar incógnitas y farfullar poemas.

Llegó por fin el temido fin de curso y sus exámenes y ¡qué nerviosa recuerdo a doña Adela aquellos días!

Pero... ¡Aprobó!

Feliz con su diploma bajo el brazo, ella reía y lloraba a un tiempo. Consolaba en lo más hondo de su alma a la niña que fue, a aquella niña solitaria, sin padre y sin escuela, ansiosa por recuperar los años perdidos, a la muchacha y la mujer que después habitaron su cuerpo, siempre sin cicatrizar la herida de su pequeñez y su ignorancia.

Junto a mi madre, olvidado por completo del regalo prometido meses atrás, también yo en aquel instante temblaba de emoción y juro que jamás hubo maestro más orgulloso en el mundo que yo aquel día.

Siguió luego su curso la vida con sus derrotas, victorias, tristezas, alegrías... Siempre, en algún lugar del corazón y la memoria, permaneció doña Adela. Mi mejor alumna. La primera. 

Relato publicado en la Antología "Cada vez más iguales". Valencia Escribe. Octubre 2020.

viernes, 1 de marzo de 2019

Sofonisba



Os aseguro que alguien se acordará de nosotras en el futuro
 Safo de Lesbos

Brillan las estrellas sobre los tejados y una luna helada flota en  la penumbra. El día ha sido lluvioso y muy gris, algo insólito en esta época del año, tan próximo ya el verano, pero ahora, barrida de un soplo la tormenta, el cielo se muestra despejado. La noche es fría.  
Solitario como un fantasma, un joven camina por las calles de Palermo. Un sentimiento desconocido, algo muy cercano a la congoja, invade su alma. Detiene un instante su camino, aspira el aire limpio y húmedo de la madrugada, se llenan entonces sus ojos de lágrimas. No sabe bien por qué llora. Nunca fue hombre de ternuras pero la mujer que tras él deja lo ha conmovido de un modo extraño. Tanta bondad encontró en su rostro, tanta ilusión todavía, tanta ternura, tanta dignidad en esa cansada vejez.
Desde su Amberes natal, Anton ha viajado hasta Sicilia sólo por conocerla. Una mujer menudita, de mirada transparente, vieja como el mundo y casi ciega pero aún con la memoria despierta y muy cortés, es lo que ha encontrado. Con ella ha pasado el día, en el pequeño taller que en la casa familiar todavía conserva, pese a no poder ya apenas pintar.
Mientras el joven bosquejaba su retrato, ella −indiscutible maestra del arte− generosa, sus secretos desveló y de retazos muy valiosos de su vida con ellos le ha hecho entrega. El mayor regalo que este pintor, a punto de convertirse ya en uno de los mejores retratistas de su siglo, jamás recibirá.
Con una voz tranquila y dulce en la que, a su pesar, se filtra siempre un poso de melancolía, para él ha recordado la anciana el orgullo que la muchacha que alguna vez fue, casi una chiquilla, sintió frente a su primera obra, el mimo con que preparaba los lienzos, la delicadeza infinita con que escogía los pigmentos −ocre, dorado y bermellón siempre en su paleta− el modo en que los molía... Y, perdida en su recuerdo, con extremo detalle, al joven pintor ha relatado la importancia que para ella tuvo en aquel momento demostrar al mundo su valía, su capacidad como artista, su intensa pasión por la pintura. El oscuro y difícil aprendizaje al fin entre un grupo de varones repletos de prejuicios contra los que anhelaba competir en condiciones de igualdad, decidida a no convertirse en una rareza, empeñada siempre en ser la mejor pintora posible, dueña de una férrea voluntad y una rara confianza en sí misma.
Le ha hablado de sus viajes por Europa, de su admiración por Miguel Ángel, del cariño y el respeto con que el genio la trató; de su larga estancia en la corte de España a la que, junto a un pequeño séquito, una mañana de invierno fría y muy brumosa, próximo ya a concluir aquel año de 1559, llegó como dama de la nueva reina; de cómo muy pronto, sin apenas darse cuenta, se convirtió en su mentora y amiga; de los innumerables retratos de la familia real que en aquella época realizó.
También de su entusiasmo, de su tenacidad y rebeldía, de su eterna devoción por la belleza, de la incansable búsqueda de autenticidad que en todo momento rigió su vida y su pintura.
Horas y horas parloteando ella sin parar, risueña y chispeante. Feliz. Y, encandilado, escuchándola Anton, en silencio, atrapado por el eco de una voz que el don de aligerar las cosas parecía haber adquirido, fijos los ojos en ese semblante amable y surcado por el tiempo que ahora ella tiene, en su sonrisa sabia y fatigada algo desteñida ya por las inclemencias de la vida, en cierta expresión de candidez en la que, pese a la nostalgia y el cansancio, él ha creído adivinar alegría. Y ha dibujado. Una y otra vez ha esbozado su rostro, obediente a sus instrucciones, midiendo la luz y la distancia: ni demasiado cerca, ni demasiado alto, ni demasiado bajo para que las sombras no marquen mucho sus arrugas, en algún momento le dijo con infantil coquetería. Trazos, luces y contraluces con los que él ha pretendido atrapar la dulzura de un alma. Del alma que a los ojos de esa mujer luchadora y valiente se asoma. El alma de una soñadora de imágenes que, contra viento y marea −piensa ahora conmovido− ha sabido vencer la asfixiante grisura a que la condenaba el mundo para dejar en él testimonio de su mirada, de su gusto por el equilibrio y la sobriedad, de su cercanía y su ternura, de la inmensa humanidad que revela su pintura.
El frío y la caminata apenas aquietan el ánimo del pintor que, impaciente, espera rompa el día para plasmar sobre el lienzo las impresiones que sin tregua asaltan su mente, cautivado como nunca estuvo por una mujer casi centenaria, humilde, serena y algo ingenua todavía, que intacta conserva su vocación de pintora. Sobrecogido, atravesado por una oleada suave de dulzura y pena insoportable, vulnerable, agradecido, emocionado hasta las lágrimas. Así se siente el joven Van Dyck tras su encuentro con la mayor pintora que hasta entonces los siglos conocieron, incapaz de imaginar en ese instante lo pronto que su obra será silenciada bajo nubes de polvo y olvido y que mucho tiempo después, el retrato que a punto ahora él está de pintar, rescatará del pozo de sombras al que ha de ser arrojada −mujer, al fin− a la gran Sofonisba Anguissola.








          Relato publicado en el nº 9 (marzo 2019) de la revista "Papenfuss" (especial dedicado al 8 de marzo).