El día de su ochenta cumpleaños Fernando
despertó temprano. Una punzada de inquietud latía entre sus sienes y una
inoportuna desazón aguijoneaba su ánimo. A su lado, Elisa se removió
intranquila. «Duerme, mi vida, duerme −le acarició la frente con dulzura− es
pronto todavía». Harto de dar vueltas en la cama, puso al fin un pie sobre la
alfombra, luego el otro, se calzó las zapatillas y, con paso vacilante, acomodó
sus viejos huesos sobre el sillón de cuero junto al balcón del dormitorio.
Las
voces de un borracho sacudieron el silencio de la calle. Un estornino revoloteó
tras el cristal. Entre las nubes el alba despuntaba.
Aquel
había sido siempre el balcón de Elisa, su escondite favorito. Las tardes de
verano, abiertas las puertas de par en par, arrimaba la butaca al rodapié y dejaba
pasar las horas con un libro o la cesta de costura en las rodillas. En
invierno, enfundada en su grueso chal de lana, se acodaba sobre la barandilla
de forja para verlo regresar por la vereda del parque, a la vuelta del trabajo.
Le gustaba escuchar el alboroto de los niños, aspirar el perfume de los
árboles, sentirse parte de la vida de la calle. ¡Qué bien se estaba allí!, ¡qué
paz!, ¡qué suerte!, suspiraba siempre cuando él la sorprendía ensimismada y su
presencia la sacaba del hechizo.
El
recuerdo estampó una sonrisa en el rostro de Fernando e inundó sus ojos de
llanto. La emoción lo asaltaba de improviso. No lograba controlarla y lo
golpeaba en cualquier momento, a traición, como un boomerang. «¡Serás bobo!»,
musitó mientras se secaba las lágrimas de un manotazo y se levantaba dispuesto
a asearse y preparar café.
Regresó
poco después empujando un pequeño carro camarera con el desayuno. El temblor
creciente de sus manos no le permitía ya transportar una bandeja sin percance y
aquel carrito que encontró arrumbado en un rincón de la despensa le resolvió el
problema.
Se
acercó a la ventana, descorrió las cortinas, conectó el reproductor de música y,
al son de Schubert y su novena sinfonía, fue a despertar a Elisa. Despacio, muy
despacio.
Las
mañanas eran malas, amanecía desorientada, él era para ella un extraño y, a
veces, gritaba de espanto. La música la calmaba. Fernando había ido aprendiendo
poco a poco los trucos para traerla de vuelta y apenas descubría un destello de
reconocimiento al fondo de sus ojos cansados, sonreía feliz −«buenos días,
amor»−, hundía una tostada en el café y
se la hacía tragar con paciencia de monje tibetano.
Los
primeros signos de la enfermedad habían comenzado años atrás: pequeños despistes,
palabras perdidas, momentáneas ausencias. Nada preocupante en apariencia pero ella
lo adivinó enseguida. Algo andaba mal en su cabeza, algo que se esforzó por
combatir sin miedo y la obligó a vivir con un raro sentimiento de urgencia, a
proteger momentos, a ocultar el desconsuelo. Fue entonces cuando inició el
diario que Fernando leía y releía ahora en sus noches de insomnio. Frágil
bitácora de un tiempo que no logró derrotar al olvido. El mal de Alzhéimer se
había apoderado ya por completo de su cuerpo y de su espíritu. La había
devorado con ferocidad de alimaña. Y sin embargo...
Sin
embargo, algunas veces el milagro ocurría y un relámpago imprevisto la
rescataba del lugar donde se hallaba perdida. Fernando vivía para aquellas
victorias, las atesoraba con avaricia de usurero y las anotaba en el diario
donde él −esforzado guardián de la memoria− había continuado fielmente el
relato de sus vidas, de su desencanto pero también de su alegría.
El
timbre de la puerta lo sacó de su abstracción con un respingo. Angélica, la
enfermera de Elisa, llegaba puntual. Mientras ella la vestía y la obligaba a moverse
practicando su rutina de ejercicios, él bajaría a comprar unos pasteles y una
botellita de champán, le dijo con un
guiño pícaro, casi infantil. «Hoy es mi cumpleaños y un día es un día». Por la
tarde los tomarían de merienda, sentaría a Elisa en su balcón y, al enlazar sus
dedos a los suyos, una súplica muda anudaría su garganta: «regresa, mi amor, regresa;
quédate conmigo».