martes, 16 de junio de 2020

Elisa


El día de su ochenta cumpleaños Fernando despertó temprano. Una punzada de inquietud latía entre sus sienes y una inoportuna desazón aguijoneaba su ánimo. A su lado, Elisa se removió intranquila. «Duerme, mi vida, duerme −le acarició la frente con dulzura− es pronto todavía». Harto de dar vueltas en la cama, puso al fin un pie sobre la alfombra, luego el otro, se calzó las zapatillas y, con paso vacilante, acomodó sus viejos huesos sobre el sillón de cuero junto al balcón del dormitorio.  

Las voces de un borracho sacudieron el silencio de la calle. Un estornino revoloteó tras el cristal. Entre las nubes el alba despuntaba.

Aquel había sido siempre el balcón de Elisa, su escondite favorito. Las tardes de verano, abiertas las puertas de par en par, arrimaba la butaca al rodapié y dejaba pasar las horas con un libro o la cesta de costura en las rodillas. En invierno, enfundada en su grueso chal de lana, se acodaba sobre la barandilla de forja para verlo regresar por la vereda del parque, a la vuelta del trabajo. Le gustaba escuchar el alboroto de los niños, aspirar el perfume de los árboles, sentirse parte de la vida de la calle. ¡Qué bien se estaba allí!, ¡qué paz!, ¡qué suerte!, suspiraba siempre cuando él la sorprendía ensimismada y su presencia la sacaba del hechizo.

El recuerdo estampó una sonrisa en el rostro de Fernando e inundó sus ojos de llanto. La emoción lo asaltaba de improviso. No lograba controlarla y lo golpeaba en cualquier momento, a traición, como un boomerang. «¡Serás bobo!», musitó mientras se secaba las lágrimas de un manotazo y se levantaba dispuesto a asearse y preparar café.

Regresó poco después empujando un pequeño carro camarera con el desayuno. El temblor creciente de sus manos no le permitía ya transportar una bandeja sin percance y aquel carrito que encontró arrumbado en un rincón de la despensa le resolvió el problema.

Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas, conectó el reproductor de música y, al son de Schubert y su novena sinfonía, fue a despertar a Elisa. Despacio, muy despacio.

Las mañanas eran malas, amanecía desorientada, él era para ella un extraño y, a veces, gritaba de espanto. La música la calmaba. Fernando había ido aprendiendo poco a poco los trucos para traerla de vuelta y apenas descubría un destello de reconocimiento al fondo de sus ojos cansados, sonreía feliz −«buenos días, amor»−, hundía una tostada  en el café y se la hacía tragar con paciencia de monje tibetano.

Los primeros signos de la enfermedad habían comenzado años atrás: pequeños despistes, palabras perdidas, momentáneas ausencias. Nada preocupante en apariencia pero ella lo adivinó enseguida. Algo andaba mal en su cabeza, algo que se esforzó por combatir sin miedo y la obligó a vivir con un raro sentimiento de urgencia, a proteger momentos, a ocultar el desconsuelo. Fue entonces cuando inició el diario que Fernando leía y releía ahora en sus noches de insomnio. Frágil bitácora de un tiempo que no logró derrotar al olvido. El mal de Alzhéimer se había apoderado ya por completo de su cuerpo y de su espíritu. La había devorado con ferocidad de alimaña. Y sin embargo...

Sin embargo, algunas veces el milagro ocurría y un relámpago imprevisto la rescataba del lugar donde se hallaba perdida. Fernando vivía para aquellas victorias, las atesoraba con avaricia de usurero y las anotaba en el diario donde él −esforzado guardián de la memoria− había continuado fielmente el relato de sus vidas, de su desencanto pero también de su alegría.

El timbre de la puerta lo sacó de su abstracción con un respingo. Angélica, la enfermera de Elisa, llegaba puntual. Mientras ella la vestía y la obligaba a moverse practicando su rutina de ejercicios, él bajaría a comprar unos pasteles y una botellita de champán,  le dijo con un guiño pícaro, casi infantil. «Hoy es mi cumpleaños y un día es un día». Por la tarde los tomarían de merienda, sentaría a Elisa en su balcón y, al enlazar sus dedos a los suyos, una súplica muda anudaría su garganta: «regresa, mi amor, regresa; quédate conmigo».  





Primer premio "Relatos Compulsivos". Junio 2020 

Literautas

Curiosón invitado

martes, 9 de junio de 2020

El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes. Tatiana Tîbuleac - Reseña



Porque los seres humanos están destrozados y buscan cosas destrozadas

Primera novela  de la periodista rumana Tatiana Tîbuleac, "El verano en que  mi madre tuvo los ojos verdes" es la historia de un desencuentro y una reconciliación, el relato del último verano compartido con su madre que, muchos años después, Aleksy, reconocido pintor inmerso ahora en una profunda crisis creativa,  debe afrontar como parte de la terapia impuesta por su psiquiatra.

Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento.

De este modo arranca la historia y de este modo, con tal crudeza, comienza Aleksy a desgranar el recuerdo de aquel verano, ya tan lejano, de su adolescencia; de un tiempo repleto de rabia y rencor hacia la madre, de vacío y soledad, de angustia e impotencia ante el futuro.

Poco a poco, la narración irá desvelando el origen y los motivos de ese odio, enfrentando a los personajes a la realidad de sus vidas y creando entre  ellos un nexo frágil y delicado inexistente hasta ese momento, aproximándolos.

Narrado en primera persona, a base de capítulos muy breves entre los que continuamente se intercalan, para incidir en su importancia, poéticas referencias a los ojos de la madre −Los ojos de mi madre fea eran los restos de una madre ajena muy guapa;  Los ojos de mi madre eran mis historias no contadas; Los ojos de mi madre eran cicatrices en el rostro del verano...− el relato va virando desde la dureza y el desgarro inicial hacia la comprensión y el perdón, dando vida a una historia inolvidable, intensa y descarnada por momentos pero también delicada y muy conmovedora. La historia de un aprendizaje y un viaje vital repleto de matices y cargado de poesía.

Bellísima novela, metafórica y magníficamente construida que articula una profunda reflexión en torno al amor, al dolor y la fragilidad del ser humano.


Reseña publicada en el nº 6 (noviembre 2020) de la revista "Valencia Escribe"

jueves, 4 de junio de 2020

Sombras fugaces



Noche tras noche el viejo caballero recorre la ciudad. Repican a deshora sus botas sobre el empedrado y una mueca triste tiñe de melancolía el gesto de sus labios. Al paso de algún transeúnte despistado, inclina el hombre su sombrero de copa, recompone su levita harapienta y arrugada y sonríe, bastón en mano, con anacrónica educación. Su aspecto de romántico maldito −repletos de poemas los bolsillos, encendido de pasión el corazón− disfraza de dulzura un dolor antiguo; un pesar que a duras penas su risa enmascara; un desconsuelo que, al cabo, su mirada traiciona.

«¡Pobre loco!», escucha a menudo murmurar a su espalda con hiriente desdén. Clava entonces el anciano sus ojos en el cielo e implora un rayo de luz a las estrellas, un guiño, una señal.

Derrotado −no recuerda cuándo− por la vida, incólume ya su espíritu a la esperanza, a una sola nostalgia su soledad vagabunda aún se aferra: al fulgor de la estrella que de amor y de belleza en un parpadeo lo embrujó. No pudo retenerla pero junto a ella va siempre su alma y su sombra siempre lo acompaña.




lunes, 1 de junio de 2020

Alicia en el País de las Maravillas. Lewis Carroll - Reseña



Siempre llegarás a alguna parte si caminas lo suficiente

Aburrida y sin saber qué hacer, una tarde Alicia escucha una voz: «¡Dios mío, Dios mío! ¡qué tarde voy a llegar!». Un conejo blanco ataviado con chaleco y reloj de bolsillo cruza a la carrera frente a ella y, sin dudar un segundo, la niña comienza a seguirlo movida por la sorpresa y la curiosidad. Así comienza la desconcertante y conocidísima historia de "Alicia en el País de las Maravillas", clásico imperecedero del género fantástico con el que Lewis Carroll nos adentra en un mundo insólito, ilógico y surrealista, un mundo sin convenciones ni reglas donde cualquier cosa resulta posible.
Escrita de un modo muy sencillo como corresponde a un cuento infantil, la historia de Alicia esconde sin embargo múltiples lecturas y muchas de sus frases y personajes han pasado ya a formar parte del imaginario colectivo. Así, no de modo evidente pero sí entre líneas, resulta muy fácil descubrir en ella por ejemplo reflexiones en torno a la identidad personal (desdoblamiento de Alicia hablando en ocasiones consigo misma e incluso regañándose como podría hacerlo un adulto), la incertidumbre inherente a cualquier proceso de crecimiento o la relatividad del tiempo (capacidad del Sombrero Loco para acelerar o retrasar las horas según convenga). Cuestiones que, pese a la gravedad e importancia de los temas que plantean, aparecen formuladas o sugeridas siempre desde un tono paródico y ligero, casi a modo de acertijo.
Sin tratar de explicar situaciones ni comportamientos, Carroll nos sitúa frente a un país donde todo puede ocurrir y cuyos únicos límites son los de la imaginación. Da vida con ello a una aventura luminosa y brillante a medio camino entre la realidad y la fantasía, repleta de situaciones absurdas e inverosímiles, de ingeniosas metáforas y juegos de palabras, de batallas dialécticas y bellísimas imágenes oníricas con las que a un tiempo reivindica el valor de los sueños y cuestiona la lógica del mundo convencional.
Una historia inolvidable y una obra maestra de la literatura.


Reseña publicada en el nº 10 (septiembre 2020) de la revista “El Tintero de Oro Magazine”.