Una
niña sonríe de frente al objetivo. Una niña de pelo oscuro y ondulado echado
hacia un lado, guiño pícaro en la mirada
y gesto divertido. Dulce imagen de otro tiempo que acuna entre sus pliegues
un latido de felicidad.
Es
una foto pequeña, en blanco y negro. Una vieja instantánea cosida ahora al
envés de su chaqueta. Lo único que tiene. Lo único que importa. Un tesoro que, en
las noches frías, le calienta el corazón.
Con
dedos sucios de barro, Otto roza las aristas de la fotografía y suspira. Se
siente tan cansado. Tiene tanto miedo...
Parpadea
con fuerza para ahuyentar el llanto que amenaza desbordar sus ojos, traga el
desconsuelo anudado a su garganta y se obliga a caminar.
Un paso. Luego otro. Y otro. Y otro más.
Avanzan despacio, en silencio, enfrascados
todos en idénticos pensamientos, atormentados por idénticos presagios, sin aliento,
sin alivio ni esperanza. Una columna de hombres demacrados y exhaustos abandonados
a su suerte en medio de ningún lugar.
Una
nube de cenizas cae de pronto sobre ellos, oscurece el cielo y aletea en el
aire.
Tras los árboles, al otro lado del camino, arden
las cámaras de gas.