Ahora me llevan
a mí pero ya es tarde
Bertold Bretch
Lo
habían traicionado. Un fogonazo de lucidez le reveló la gravedad de lo ocurrido
y una oleada de angustia empapó su cuerpo en sudor. La guardia cósmica
interceptaba su camino, rodeaba por ambos lados al Atlantis y amenazaba destruir la nave si el capitán no deponía su
actitud. «¡Qué ingenuo!», musitó él con desaliento. Había creído, al divisar
los primeros escuadrones, que acudían en su ayuda, que eran la respuesta a la
llamada de socorro que el radiotransmisor había estado lanzando sin pausa desde que iniciaron la misión. Pero no. Las patrullas policiales llegaban
cargadas de malos presagios y una advertencia descarnada y feroz latía entre
sus haces de luz.
En la soledad del puesto de mando, el capitán Clarck
calculaba ahora sus opciones. Pocas. Ninguna, rectificó sin ironía. Lo
detendrían, lo acusarían de alta traición, perdería su licencia de piloto, lo
desterrarían al más diminuto asteroide de la galaxia.
Una
rabia sorda lo invadió de pronto. Negarle el acceso al paso interestelar
fronterizo quebrantaba la suprema ley de la Alianza y de la Federación
Planetaria que regía. No podían impedirles la entrada y sin embargo...
Respiró
hondo y trató de serenarse. Le mortificaba la injusticia. Las centurias de
vigilancia cercaban la nave y no le daban tregua, lo trataban como a un
criminal, atacaban con asombrosa frialdad a quien deberían proteger. Cumplían
órdenes, reconoció al fin con un apunte de amargura, pero ¡qué órdenes tan
equivocadas las suyas!
El
rescate de astronáufragos y su traslado a una base segura no era cuestión
potestativa; al contrario: se trataba de una obligación elevada a rango de derecho
fundamental por la Convención para la Asistencia Espacial Intergaláctica. Una
obligación de ayuda que, tras el colapso del tercer planeta, la Federación
había matizado mediante incontables protocolos para concluir al cabo en un
hipócrita e impune incumplimiento de su propia normativa. Aliviar la presión en
la ruta de los migrantes, evitar lo que habían dado en nombrar «efecto llamada»
era la repulsiva excusa que justificaba el cierre fronterizo y las durísimas sanciones
a que quedaban expuestas las unidades de salvamento.
Clarck
conocía los riesgos, también su tripulación, pero había vencido en ellos, al acudir a aquella misión de rescate, el
grito espantado de sus conciencias. Un grito colectivo contra la injusticia de
una ley ciega y despiadada.
La
Tierra era un planeta arrasado, yermo y sin vida del que, a la menor
oportunidad, sus habitantes −refugiados climáticos los denominaban ahora con apático desdén− escapaban
en busca de un mundo mejor. «No −decidió Clarck finalmente, − no lo haría». Devolver
esa gente a su planeta como exigía aquel maldito ministro de asuntos
interplanetarios, era enviarles a una muerte segura y no lo haría. Pero tampoco
estaba el Atlantis en condiciones de
luchar.
Con
calma de hielo comunicó su decisión al agente al mando del operativo y se
dispuso a afrontar las consecuencias. El cierre fronterizo entre Júpiter y
Marte los condenaba a hundirse en la densa negritud del universo. Sin testigos.
En silencio.
«Anillo
exterior de Saturno −ordenó con firmeza−. Nuevo plan de vuelo».
Extinguirse
lentamente en la polvorienta oscuridad de una prisión nunca fue alternativa
para sus valientes cosmonautas, se consoló con una sombra de sonrisa bailándole
en los labios.
A la voz del capitán, todos los hombres se
dirigieron a sus puestos, conscientes de haber sido abandonados a su suerte; pretendiendo
olvidar que las reservas de oxígeno y alimento se agotaban, que el pasaje
estaba exhausto, que resultaba prioritario desembarcar; fingiendo, pese al
inevitable aire de fatalidad que asomaba a sus rostros, una esperanza que
estaban lejos de sentir. Satisfechos de no
ceder al miedo. Orgullosos de caer sin rendirse.
Relato
publicado en el nº 8 (abril 2020) de la revista "El Tintero de Oro
Magazine"