Aquella tarde todo era gris. Todo era pesado, tedioso y triste. Una luz
cenicienta y fría se filtraba a través de los cristales del aula dejando
entrever levemente el mundo silencioso y helado que, paciente, nos aguardaba
tras ellos. Había sido un mal día, los niños estábamos cansados y en la clase
reinaba un ambiente de descontento, fatiga e irritabilidad. El maestro hablaba
y hablaba sin parar pero nadie, desde hacía ya un buen rato, le escuchaba. Él
lo sabía y, de repente, en medio de una frase que dejó inconclusa flotando en
el aire, calló de golpe. Los alumnos nos removimos inquietos, temerosos de
haber agotado su paciencia hasta que, al fin, seguro ya de haber captado
nuestra atención, sus labios dibujaron una sonrisa sabia y fatigada. «De
acuerdo −dijo− terminemos por hoy, pero antes de marchar cerrad los ojos un
instante y dejad que os cuente un secreto, algo que a nadie jamás revelé, un
recuerdo contra el que tiempo y tiempo luché, desesperado por creer que nunca
sucedió, que un horrible sueño fruto de mi imaginación ardiente, fue tan solo.
Jamás lo conseguí».
Y en estos términos, comenzó su relato:
Era yo muy joven todavía, ingenuo y despreocupado como nunca más lo volví
a ser y, por una rara serie de circunstancias y casualidades que en nada
afectan a esta historia, me encontraba hospedado por entonces en la casa
familiar de un amigo muy querido de la infancia.
Aquel día, el día que ocurrieron los acontecimientos que voy a referir,
el día que para siempre marcaría mi espíritu con su huella indeleble, se había
celebrado allí una boda.
La fiesta había sido alegre, muy bella pero agotadora y larga y al
anochecer todos los invitados descansaban ya en sus habitaciones, exhaustos y dichosos.
Solo yo permanecía despierto en la casa. Una sensación extraña, una atmósfera
pesada como plomo, ciertos sombríos presentimientos quizá, me impedían
conciliar el sueño.
Las campanadas rítmicas y lejanas de un reloj también insomne marcaron las
doce y, tras ellas, el quejumbroso y débil gemido de unos goznes al girar me
sobresaltó de pronto. Tendido en mi lecho, en el silencio de la medianoche, ese
silencio cuajado de rumores e involuntarios estremecimientos que anuncian con
certeza la presencia de algo que no se ve pero claramente se siente en la oscuridad,
escuché un ruido grave, sordo, casi imperceptible: unos pasos que se
arrastraban sobre la alfombra al tiempo que una voz honda y tristísima susurraba angustiada mi nombre y decía «ven...»
Comprendí de inmediato que no era aquello sueño ni alucinación de mis
sentidos. No había nadie en la habitación, nadie más que yo, pero el eco
repetía insistente «ven... sígueme... ven...». Mi corazón latía de expectación
y espanto. Apenas respiraba. ¿Por qué pronunciaba mi nombre aquella voz
inexplicable?, ¿quién era?, ¿de dónde procedía?, ¿la había oído yo antes?
Al fin, muy turbado, tembloroso y febril, salí tras ella a una calle
silenciosa, desierta, muy oscura y comencé a caminar bajo su guía. Perdí la
noción del tiempo. Nunca supe cuánto vagué tras ella. Me sabía en trance y solo
recuperé por completo la conciencia al sentir sobre mi hombro el tacto de una
mano ligera y suave, gélida como el hielo. Junto a mí una figura espectral
vestida de blanco sonreía con dulzura. Un rostro de mujer pálido y demacrado, casi
transparente, melancólico y sereno, que al cabo de unos segundos se diluyó −vapor
blanco y denso− lentamente en la neblina, murmurando unas palabras que no
alcancé a entender.
Un viento frío me envolvió de golpe, la tempestad bramó súbita e
implacable: estrépito de truenos en el aire, incendio de relámpagos en el
cielo, furioso el huracán entre las nubes.
Cuando regresé nada quedaba. Oscuridad y silencio. Polvo, escombros,
ruinas...
Bajo ellas, entre antiguas sombras de vida, de misterio, de sueños y
esperanzas, hallarían tiempo después los frágiles restos de dos esqueletos. Aferrados
estaban el uno al otro en el eterno y tristísimo abrazo con que los cuerpos que
alguna vez fueron quisieron tal vez resguardarse del horror que presentían.
Marché de allí sobrecogido, atormentado y con el alma rota. Jamás regresé
ni volví a ver a la dama vestida de blanco y todavía hoy me pregunto qué
extraño azar salvó mi vida aquella noche fatídica.
El maestro calló entonces, profundamente conmovido. La campana que
marcaba el fin de las clases sonó en ese instante y el embrujo se rompió de
golpe. Sonrió con ternura y muy al fondo de sus ojos castaños hubiera yo jurado
entonces que brillaba burlona una chispita de emoción y picardía.
Aún ahora, tantos años después, recuerdo con precisión absoluta cada una
de sus palabras, su voz suave y
envolvente y la certeza que todos tuvimos entonces de que algo extraordinario
que no alcanzábamos a entender del todo, nos acababa de ser revelado.
Ese día recibimos el mayor regalo que jamás hubiéramos podido imaginar.
Aprendimos a soñar despiertos. Vislumbramos el inmenso poder interior existente
en cada uno de nosotros, capaz de transformar el mundo y dotarlo de belleza.
Ganamos la certeza de que, en cualquier momento, algo maravilloso e inesperado
habría de ocurrir. Fue aquella la lección más importante de nuestras vidas.
Aunque eso es algo que no comprenderíamos hasta mucho tiempo después.
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