Presiento −y no preciso para ello
recurrir a la dotes adivinatorias que tantos me adjudican− son ustedes parte de
ese tipo de personas que adora la primavera. No es un reproche, no ¿cómo iba a
serlo? se trata sólo de una simple observación. Y es que son legión los
entusiastas de tal estación. Tal vez hasta ahora no hubieran reparado ustedes
en ello o no hubieran prestado al asunto la atención que a mi juicio merece
pero, créanme, yo sé bien de lo que hablo. Pregunten, pregunten a cualquiera y verán
como de inmediato y sin el más leve pestañeo todas las respuestas, sin apenas
excepción, se inclinan a favor de la bellísima, fresca, flamante y cautivadora primavera.
Conste que lo digo sin atisbo alguno de ironía, no se confundan y no atribuyan
a mis palabras un sentido del que por completo carecen. No, nada más lejos. Muy
al contrario, entiendo su éxito a la perfección: luminosa, alegre, aromática, poética,
romántica a rabiar... La reina de la fiesta, vaya. Aunque, si vamos a ser
sinceros, hemos de reconocer también que tras los larguísimos, grises y
lluviosos meses invernales que la preceden, mucho mérito tampoco tiene la cosa
¿no creen? Bien fácil ha de resultarle ejercer su hechizo, su calidez y su
dulzura bajo esos espléndidos e inmensos cielos azules, tibias y brillantes tardes
de sol y mágicas noches estrelladas sobre los que, poco a poco, la muy pícara
ha tejido su leyenda.
En fin. El caso, como seguro ya
habrán adivinado, es que pese a todas sus excelencias, su belleza, su magia, su
poesía... yo la odio. Sí, odio la maldita primavera con toda la fuerza de mi
pequeño ser.
Comienza el buen tiempo, alargan
los días, se llenan los parques de enamorados cándidos y almibarados hasta la
náusea y de rabia e impotencia −también algo de miedo, no lo negaré− tiembla
sin remedio mi pobre corazón.
Y sé que no es su culpa ni mucho menos su
intención pero ¡ay! tan crueles e irreparables son los efectos secundarios que,
con su aparente inocencia, la muy traidora ejerce sobre mí...
Deshojada, dolorida y marchita,
estupefacta, horrorizada y al límite de mis fuerzas, la luna llena me encuentra
cada noche. Sólo con ella desahogo mis penas y aunque, cómplice y comprensiva,
en silencio y con paciencia infinita, siempre me escucha, muy leve es el alivio
que en tal confesión mi martirizada alma halla e incurable a estas alturas
parece la ansiedad y la angustia que, día tras día, mes tras mes, primavera
tras primavera, mi maltrecho espíritu corroe.
Hace ya mucho que perdí la
esperanza de transitar en paz mis días y eso, me temo, es lo peor. Y es que, aunque
de mil modos diferentes lo intenté, esos tontorrones de sonrisa bobalicona,
lánguidos ojillos y mirada perdida en sus amorosos abismos, que agotan inclementes
mi paciencia, no escarmientan. Por más que siempre a su pregunta −¿romántica,
dicen? ¡Ja! ¡Absurda y empalagosa como ninguna!− respondo con un "NO"
quizá en exceso rotundo y sin duda −reconozco− algo malévolo, imperturbables y esperanzados,
ellos insisten e insisten... ¡Pues van listos! Tan humilde y sencilla como
parezco, ni a sospechar han comenzado todavía, lo rencorosa y vengativa que, cuando
con interés me lo propongo, puedo llegar a ser.
¿Oráculo del amor yo? ¡Qué ocurrencia!
¡Vamos, hombre!