Un
destello de luz en los cristales la despertó de golpe. Se protegió los ojos con
la mano, ahogó un bostezo perezoso en la garganta y saltó de la cama. Aún era
muy temprano pero a ella le gustaba madrugar. Aspirar el aire limpio del
amanecer, sorprender los colores del alba entre las nubes, ver tintarse poco a
poco el cielo de escarlata... No había mejor modo de empezar el día.
Se detuvo un instante frente a la ventana,
borró de su expresión el rastro insomne de la noche y salió de la habitación
sin hacer ruido. La celebración de la víspera había sido larga y Bartolomé aún
dormía. Lo dejaría descansar un poco más, decidió, mientras, con un tazón de
chocolate caliente y un buen pedazo de pastel entre las manos, marchaba a encerrarse
en el estudio.
Pese
a las pocas horas de sueño, Esther se sentía esa mañana despejada y feliz.
Quizá aquel no fuera del todo su mundo, añoraba Edimburgo y la vida en Essex le
resultaba extraña pero el ascenso profesional de su esposo bien valía el
sacrificio y, en cualquier caso, el cambio suponía un reto que no tardaría en
dominar.
Bartolomé
acababa de ser nombrado rector de Willingale, mantenía su posición de
secretario en la corte del rey Jacobo −rey de Escocia y desde 1603 también de
Inglaterra− y la fiesta en su honor había resultado un éxito. Nadie faltó a la
cita y ella deslumbró en su papel de perfecta anfitriona, pendiente en todo
momento de cada invitado, cruzando una palabra, regalando un gesto, una sonrisa...
Y sí, se sentía feliz por él, mucho, pero ¡ay!
¡cómo odiaba en aquellas ocasiones su cometido de esposa abnegada! No pretendía
ser injusta. Era consciente de su situación de privilegio y se sabía
afortunada. Desde niña, su padre −nunca le agradecería lo bastante aquel
regalo− la había educado como a un chico. La había formado en ciencias y
humanidades, fomentado su vocación artística e impulsado sin trabas sus ansias
de saber.
Tampoco
a su marido podía reprocharle nada. Eran un equipo en todos los aspectos de la
vida, siempre la trató como a una igual y, a la menor oportunidad, gritaba el
hombre a los cuatro vientos su valía: «Bartolomé Kello, marido de la
embellecedora del libro», había llegado a presentarse con orgullo en más de una
ocasión.
Y
sin embargo...
Sus
miniaturas y dibujos florales la habían hecho ganar cierta fama en la corte.
Sus manuscritos eran cada vez más requeridos por los nobles y su habilidad como
calígrafa distinguía multitud de documentos oficiales, siempre, eso sí, bajo
estricta supervisión del esposo. El genio de sus pinceles nunca podría borrar
su condición de mujer y ella debía acatar con humildad el rol que la sociedad
le otorgaba. Pero la sumisión nunca fue su punto fuerte y a menudo quebrantaba aquella
regla. Un pequeño texto: «escrito e iluminado por mí, Esther Inglish»,
salpicaba a modo de firma algunas páginas y sellaba entre líneas su autoría.
Desechó
con un suspiro tan inoportunos pensamientos y trató de concentrarse en el
lienzo en que llevaba días trabajando. Hacía tiempo que dibujar mariposas,
flores o pájaros, sin duda los motivos más celebrados de sus ilustraciones, la
aburría por su falta de aliciente y había comenzado, en secreto, a pintar su
retrato. Se pintaría escribiendo, reivindicando su talento. Y no, no era
soberbia como quizá alguien pudiera pensar. Era protesta contra un tiempo,
aquel remilgado tiempo suyo, que negaba a las mujeres el acceso a las artes y la
sabiduría, que destruía, una vez tras otra, cualquier atisbo de igualdad y las condenaba
sin razón al inmisericorde limbo del olvido.
Pero
esa mujer que, pincelada a pincelada, brotaba del cuadro era diferente. Un aura
de intimidad la envolvía y el brillo esperanzado de sus ojos hablaba de independencia y sentimientos de autoestima.
Parecía guardar un secreto, haber conquistado un espacio al que solo ella
tuviera acceso, hallarse libre de compromisos y obligaciones, conocer del todo
su propia identidad. Su mirada, su gesto, su postura... la mostraban confiada,
revelaban la fuerza de su inteligencia y delataban el más absoluto desprecio
hacia cualquier tipo de convencionalismo o cotidiana banalidad.
Esa mujer en busca de autenticidad, dueña por completo de sí misma, era ella. Una mujer que pintaba, escribía y soñaba otro mundo porque de ningún modo podía dejar de hacerlo, porque la integridad abrasaba su alma y convertía aquel camino en una necesidad insoslayable. Una mujer que se rebelaba contra lo impuesto, que luchaba contra el destino y perseguía, a través del arte, la respuesta a cuestiones esenciales de la vida. Si la hallaba o no, carecía de importancia. Tan solo la búsqueda importaba.