El sol brillaba con fuerza, las hojas de los árboles tiritaban al ritmo del viento y un alegre coro de grillos y mirlos saludaba la mañana. Con un cigarrillo entre los labios y precisión de matemático, el abuelo calibraba la ribera. Las aguas del río se mecían al compás de nuestros remos, nubes de polen amarillo culebreaban sobre ellas y el aire arrastraba aromas de espliego y hierbabuena. Al fin, al hallar un tramo de su gusto, él frenaba poco a poco nuestro avance, asentía satisfecho y, sin una palabra, hermético y taciturno como era, comenzaba a preparar el aparejo: sacaba los gusanos de la lata, los enganchaba a la caña como cebo y me la entregaba luego con un guiño, en un tozudo empeño de contagiar al nieto una pizca de ilusión por el oficio. Todos los veranos cumplíamos con esmero aquella tradición: ensimismado el hombre en el proceso; rezando el niño en secreto por no sentir un tirón en el sedal.
El
abuelo había gastado su vida a orillas del río, conocía su bravura, la rapidez
de las corrientes, la engañosa calma de sus
aguas. «Al río no se le fuerza, zagal, hay que ser paciente −me
consolaba sin motivo, al confundir con decepción mi desasosiego−. No te apures,
la tenacidad siempre obtiene recompensa». No sospechaba mi espanto y a mí me
faltaba voluntad para mostrarlo. Nuestras pequeñas escapadas lo alegraban de
tal modo que nunca fui capaz de confesar el desgarro que aquel espectáculo
provocaba en mi alma: el miedo con que observaba apagarse los ojos moribundos
de las truchas, la impresión que me causaba el sonido de sus desesperados
coletazos al fondo de la barca, la angustia anudada a mi garganta tras asistir
con pavor a sus últimas bocanadas en un mundo sin agua.
Yo
era entonces un chiquillo de ciudad de vuelta al pueblo en vacaciones y estar
con el abuelo me gustaba más que nada. Con él aprendí a distinguir el gorjeo de
las aves, a estudiar el cielo y adivinar sus intenciones, a construir
tirachinas y navegar barcos pirata, a contar perseidas, prender hogueras o
danzar a lo indio a la luz de las luciérnagas. Él arraigó en mi espíritu la
devoción por la naturaleza y yo jamás le confesé mis aprensiones.
Pasó
luego el tiempo, los años, la vida... Nuevas gentes y caminos aflojaron
vocaciones y, en algún recodo, me pudo la ambición. Todo se torció. El recuerdo
se diluyó en olvido y el pueblo durmió durante décadas en la ingratitud de mi
memoria.
Y
si hoy de nuevo regreso a sus calles, si en el silbido del viento descubro un
eco de infancia y una lágrima desborda mis ojos al evocar los remansos del río,
es por culpa y no es nostalgia. Es una fábrica en la ladera, es veneno entre
las aguas, es un caudal de truchas muertas y una firma con mi nombre
traicionando sin reparo la evidencia. Es el reproche de una voz en mi cabeza
que musita: «¡Ay, zagal!».
Primer premio "Relatos Compulsivos". Abril 2021.
Muy bueno Marta,... la vida nos lleva por caminos que, a veces, cuando queremos volver, se hacen intransitables.
ResponderEliminarSaludos,
Gracias, Norte. Es cierto, la vida a veces se tuerce de un modo muy difícil de enderezar...
EliminarSe ve que es más fácil matar de lejos y por sustancia interpuesta que de frente y con las propias manos.
ResponderEliminarTu personaje es tan terrible como maravillosamente lo has descrito. Hay que tener pocos escrúpulos para destrozar por dinero el paraíso de la infancia y los afanes de toda la vida de su abuelo. Menos mal que al menos le quedan la culpa y una lágrima.
Muy bueno, Marta.
Un beso.
Las contradicciones del ser humano y las hipocresías también. Muchas gracias, Rosa. Qué bien que te haya gustado!
EliminarUn relato muy apropiado para mostrar la culpa en varias dimensiones a la vez. La ambientación, además, hacen que el texto casi se pueda oler a campo y al mundo rural.
ResponderEliminarEstupendo, Marta.
La culpa y las flaquezas... Muchas gracias, Miguel! Me alegro un montón de que te haya gustado.
EliminarLa ambición me pudo! Que pena, ahora ya es tarde para lamentarse. Muy buen relato Marta.
ResponderEliminarBesos.
Un beso, Conchi. Muchísimas gracias!
Eliminar¡Hola, Marta! ¡Qué bueno! La culpa es un sentimiento que no quiere nadie, ni siquiera los delincuentes. Nadie se considera culpable ni responsable de sus actos, aunque siempre nos mostramos como jueces implacables a la hora de condenar los actos de otro. Un relato con muchos más temas, el eterno retorno a la infancia, la pérdida de la inocencia... Fantástico. Un abrazo!!
ResponderEliminarGracias, David! Me encanta la interpretación que has hecho del relato. Un beso grande.
EliminarHola Marta, tanto tiempo querida compañera, me encanta tu relato. El abuelo que quiere inculcar al nieto el gusto por la pesca y el muchacho que no siente gusto por esa actividad, pero no lo confiesa. La relación del abuelo con el nieto está muy bien plasmada.
ResponderEliminarFelicidades. Un abrazo.
Hola, Mirta! Qué alegría verte por aquí! Un beso grande y muchísimas gracias. Me alegro un montón de que te haya gustado el relato.
EliminarHola, Marta.
ResponderEliminarUn relato precioso y conmovedor.
Una historia llena de amores: el que sienten abuelos y nietos, que siempre tienen una conexión especial; el aprendido y luego interiorizado por la naturaleza, tan necesario y tan desatendido; el que une río y vida, pues ambos avanzan inexorables y nos dejan con nuestras penas y culpas. Una delicia de lectura.
Muchísimas gracias por aportarlo al VadeReto. Preciado regalo.
Abrazo Grande.
Un beso, José Antonio. Muchísimas gracias a ti. Me encanta que te haya gustado.
EliminarHola Marta, tu relato es buenísimo. Nos muestras la transformación de un ser humano, sensible primero a la vida, que se duele del sufrimiento de los seres vivos y que muta a un empresario sin alma. No pierde, sin embargo esa conciencia que le musita ¡Ay Zagal! Y eso me hace pensar que quizás aún haya esperanza para él y para el río. Un relato profundamente humano, porque así somos de contradictorios y sobre todo proclives a la ambición desmedida. Mencionar además lo bien escrito que está. Felicidades.
ResponderEliminarAy, Ana, muchísimas gracias. Cuánto me alegra lo que dices. Un beso grande.
EliminarMuy buen relato.
ResponderEliminarMuchísimas gracias.
EliminarMe ha encantado: Es muy acertado el cambio en el tono narrativo desde la historia de aquellos días de pesca con el abuelo, en una clara primera persona, con frases más largas y adjetivos muy cuidados, invitando a meterte en el personaje, al párrafo final, con esas últimas frases casi sin sujeto, más áridas y cargadas de intención.
ResponderEliminarYo siento discrepar de los demás comentarios, el personaje es el mismo, si antes había temor, ahora remordimiento, pero los mismos principios siguen ahí soterrados. Es el mismo, no ha cambiado, solo es alguien que se deja hacer, que no se opone a las circunstancias, ya sea un abuelo que le "obliga" a pescar o algo/alguien que le convierte en agente de esa destrucción ("una firma con mi nombre"), no quedando claro si de forma consciente y voluntaria o, sencillamente, víctima de nuevo de sus circunstancias. Hasta cuando dice "me pudo la ambición" hay impotencia, temor previo, a no afrontarlo y hay remordimiento y culpa por no haberlo afrontado. Es la receta fundamental de la cobardía: temor y culpa.
¿Qué cambia entonces? Las victimas son las mismas, las truchas. La presión, la misma, mata una trucha o mátalas a todas. Y él, en ambos casos, cede, no se opone, ni al abuelo, ni a la fábrica. Lo único que cambia, y ahí está magníficamente escrito, es el tiempo de sus emociones, en la pesca describes el antes (la aprensión, la cobardía de no atreverse a negarse), y en la fábrica hablas del después, (la culpa y el remordimiento posterior), pero en la pesca también había remordimiento después, y en la fábrica hubo cobardía antes, seguro.
Esa es la clave, esa es la filigrana del argumento, pues logras el quid que siempre fundamenta un gran climax -ese cambio interior en el personaje principal- cuando, en realidad, es posible que no haya ningún cambio en realidad. Y esto es precisamente lo que más me encanta de este relato. Genial, querida Marta.
Un gran abrazo.
¡Ay, Isra!, mil gracias por la lectura tan cuidadosa que has hecho del cuento. Es cierto lo que dices sobre el personaje: no es capaz de rebelarse contra ninguna de las dos situaciones y al final le gana la cobardía pese a la tortura interior que ello le provoca. Me alegra muchísimo que te haya gustado y el comentario tan precioso y tan generoso que haces. Un beso.
EliminarMe parece una historia soberbia. Lo que cuentas y cómo lo cuentas, con esa sutileza en que cambiamos al final de plano..., digamos... moral: de la compasión de su infancia a la culpa.
ResponderEliminarLa traición a lo que somos: terrible culpa.
Precioso: ambientación, personajes, y sobre todo ese monólogo interior del personaje que nos hace entrar en los recovecos de su conciencia. ¡Gran relato!
Un fuerte abrazo :)
"Traición a lo que somos", es cierto. Eso es quizá lo que más defina a este personaje. Y el miedo y la culpa. Me alegra muchísimo que te haya gustado, Maite. Mil gracias por la generosidad del comentario y, como le digo a Isra, por la lectura tan detallada que haces. Un beso grande.
EliminarEs un relato que combina memoria personal, descripción lírica y reflexión moral. Frases como “nubes de polen amarillo culebreaban” o “aromas de espliego y hierbabuena” pintan un paisaje vívido que apela a la vista, el olfato y el oído, sumergiendo al lector en la escena.
ResponderEliminarLa alegría del abuelo (“asentía satisfecho”) choca con el “espanto” y “desgarro” del niño, creando una tensión sutil pero profunda.
Las palabras del abuelo (“Al río no se le fuerza, zagal”) son escasas pero cargadas de sabiduría y cariño, contrastando con el silencio culpable del narrador.
El cierre pasa de la evocación a la denuncia, con un lenguaje más crudo (“veneno entre las aguas”, “firma con mi nombre”) que refleja la autoconciencia del error.
Opino que el texto explora la relación con la naturaleza, la infancia y la culpa. El río y las truchas simbolizan la pureza de la infancia y los valores del abuelo, mientras que su contaminación representa la traición del narrador a esos ideales.
El tono evoluciona de la ternura inicial a la autocrítica final, mostrando un crecimiento emocional que culmina en el reconocimiento de su culpa.
Yo diría que el texto recuerda a relatos de autores como Miguel Delibes o Julio Llamazares, por su evocación del mundo rural y su melancolía ante su pérdida. La descripción inicial del río y el abuelo es tan viva que casi puedo oler la hierbabuena y escuchar los grillos, mientras que el giro final me dejó con un nudo en la garganta por su honestidad cruda.
Enhorabuena.
Pues no sabes cómo me alegra lo que dices, Marcos, porque Delibes es uno de mis autores favoritos. Lo he leído mucho y vuelvo a él de vez en cuando, así que que el cuento te lo haya recordado me encanta. Muchísimas gracias por la lectura tan cuidadosa que has hecho del texto y por el comentario tan tan generoso que me regalas. Un beso.
EliminarEstupendo relato Marta. La infancia y la relación con nuestros abuelos cobra total protagonismo en un texto que permea emociones y sentimientos. Me gustó mucho. Enhorabuena por tu contribución.
ResponderEliminarUn abrazo!
lady_p
Me alegro mucho, Sibila. Muchísimas gracias.
EliminarHola Marta
ResponderEliminar¡un hermoso y conmovedor relato de la culpa y la traición! Culpa por no saber o poder rebelarse, ni antes ante su abuelo, ni después ante la ambición. Traición a sí mismo por no lograr expresar sus sentimientos. Las grandes víctimas son las truchas. O tal vez no, tal vez la gran víctima es aquél niño que deseaba disfrutar con su abuelo (me encantan las actividades que con él realizaba). Aquel niño que aprendió a arraigar en su espíritu la devoción por la naturaleza... para luego traicionarla entre bocanadas en un mundo sin aire para respirar libremente.
¡Me encantó! Un abrazo.
Marlen
Cuánto me alegro, Marlen. Muchísimas gracias. Contentísima porque te haya gustado.
EliminarHola Marta, me encantó tu relato que evoca una profunda conexión entre el narrador y su abuelo, quien le enseñó a apreciar la naturaleza y la tradición de la pesca en el río. A través de descripciones vívidas, se retrata un paisaje idílico que contrasta con la angustia interna del niño, quien, a pesar de disfrutar de esos momentos, siente un temor oculto por la muerte de las truchas. Con el paso del tiempo, se aleja de su infancia y de su pueblo, dejando atrás esos recuerdos en favor de la ambición y el olvido. Sin embargo, al regresar, se enfrenta a la realidad devastadora de un río contaminado y un entorno deteriorado, lo que provoca en él un sentimiento de culpa y un reproche hacia sí mismo. Es como una reflexión sobre la pérdida de la inocencia, la conexión con la naturaleza y las consecuencias de nuestras acciones, dejando un mensaje poderoso sobre la responsabilidad que tenemos hacia el medio ambiente y nuestras raíces, un abrazo
ResponderEliminarPues muchas gracias, Nuria. Contenta por todo lo que dices.
EliminarHola, Marta, qué bonito. Me ha encantado esa forma de narrar los recuerdos de un chico que pescaba con su abuelo y cómo el círculo de la narración se cierra con ese ay zagal final. Muy bonito, prosa poética, sin duda.
ResponderEliminarUn abrazo. 🤗
Muchísimas gracias, Merche. Me encanta que te haya gustado.
Eliminar¡Hola, Marta!
ResponderEliminarIronías del destino. las vueltas que da la vida.
Qué bien has descrito el amor abuelo-nieto. Ese niño que no quería entristecer al abuelo. Ese abuelo que disfrutaba enseñando al nieto los secretos de la naturaleza.
Luego los caminos se tuercen. Nos arrastra la realidad, nos dejamos llevar... Con qué pocas palabras has descrito esa decepción con uno mismo.
¡Me ha encantado leerte!
Hola, Mª José. Pues me alegra muchísimo lo que dices. Un beso y mil gracias.
Eliminar¡Marta!
ResponderEliminarHe leído este relato con la sensación de que el verdadero protagonista no es el abuelo, ni siquiera el río… sino esa voz que le habla al narrador desde dentro, y que nunca ha dejado de hacerlo.
Tu forma de llevarnos de la infancia al presente no solo dibuja un paisaje, sino una conciencia. Hay algo muy potente en cómo escribes el dolor sin grandes estridencias, dejando que sean los detalles —el coletazo de las truchas, el guiño del abuelo, el “¡Ay, zagal!”— los que nos atraviesen.
Esa tensión entre lo no dicho y lo que se intuye me parece magistral. El silencio del niño frente a la pesca, la ambición que no se explica, la culpa que no se justifica. Todo respira en esa cadencia tuya tan medida y tan humana, que te deja con un nudo, pero también con la certeza de que todavía hay escucha.
Un abrazo.
Ay, Miguel. Generosísimo tu comentario. Mil gracias por el mimo con que has leído el texto y todo lo que has sabido encontrar en él. Contentísima por todo lo que dices. Un beso.
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