Caía
la noche y comenzaba a nevar cuando el peregrino divisó Compostela. Detenido
frente a ella ─mentón sobre el cayado, melancolía en la mirada─ contempló un
instante la ciudad. Los copos pintaban de blanco el paisaje, el viento azotaba
los helechos y, a lo lejos, un familiar repique de campanas consolaba su
espíritu. La silueta de la catedral, sobrecogedora en su inmensidad y su
belleza, le daba la bienvenida.
Había
llegado a las puertas de Santiago tantas veces...
Jamás,
sin embargo, traspasaba su umbral.
Desde
la distancia musitaba con fervor una oración, trazaba una señal de la cruz
sobre su frente y empezaba enseguida a desandar lo recorrido.
Algo
le impedía culminar el Camino.
«Ya
llegará el momento ─se decía─, ya habrá ocasión de recorrer despacio las
callejuelas de la villa, de visitar la catedral y agradecer frente al sepulcro».
No
todavía.
Cada
mañana las piernas pedían al cuerpo salir. Sus miembros se desentumecían con el
movimiento y, mientras devoraba etapas y estaciones, su mente evocaba
recuerdos, iluminaba zonas de sombra, tendía puentes hacia el perdón o el
conocimiento de su propia persona.
Deseaba
por eso que aquella experiencia no terminara nunca, hacer y deshacer el
trayecto sin más programa que el que le dictara el corazón.
Aprender
cuanto quedara al alcance de sus pasos, compartir con otros peregrinos sus
vivencias, era lo que daba sentido a sus días.
La
ruta silenciaba sus demonios y sanaba sus heridas. Le angustiaba terminarla y ese
sentimiento le impedía entrar en la ciudad. Con en el alma encogida y la
impotencia deshecha en lágrimas, al alcanzar la cumbre del Monte do Gozo dudaba siempre un instante, maldecía luego su
flaqueza y, dando en silencio la vuelta, regresaba al punto de partida para
volver a comenzar.
«Algún
día ─repetía─, algún día...»
Pero
el tiempo iba pasando y el momento se escapaba.
Lo
atormentaban los reproches y le fallaba la intención.
Hasta
que, de pronto, una madrugada, en la soledad de su desvelo, el peregrino
comprendió lo que ocurría.
Llegar
a Santiago, ofrecer al Apóstol su esfuerzo, no era el motivo de su peregrinar. No
lo había sido nunca.
Se
levantó de un salto, clavó la mirada en el cielo y sonrió.
¡Cómo
no había caído en la cuenta!
Asistir
a otros caminantes, alentarles con la palabra justa, contagiar de su entusiasmo
a quienes viera desfallecer, a los enfermos y necesitados...
Sí,
ese era su destino.
Y con júbilo lo aceptaba.
Con la serena gratitud de un humilde paje del Camino.
Relato para Zenda #HistoriasdelCamino