¿Es como el de
tu madre tu rostro, encantadora niña?
¡Ada! ¡Hija
única de mi sangre y de mi corazón!
Lord Byron
Érase
una vez una niña nacida de un poema, una princesa sin reino que soñaba volar,
una criatura rozada por la magia, dueña del conjuro que un hada sopló sobre su
cuna: «el poder de vislumbrar nuevas eras a ti te entrego, pequeña, el don del
cálculo, de la abstracción y de la ciencia será tuyo, mas no es este tu tiempo
y solo el futuro conocerá tu nombre y sabrá de tu ingenio».
Ada,
que así se llamaba nuestra pequeña princesa, creció apartada del mundo. Su
padre, el más romántico de los románticos poetas, marchó muy pronto de su lado en
busca de aventuras. Nunca regresó aunque tampoco nunca, y prueba de ello dejó en
sus versos, la olvidó. El corazón roto de la esposa no pudo, pese a todo,
perdonar la traición. Enferma de celos, acunando a la niña entre los brazos,
huyó del escándalo, se refugió en la penumbra de las tierras del norte y, de la
vida de ambas, borró para siempre la huella del poeta.
Entre
clases de música, aritmética y lecturas de francés, devota fiel de la ciencia
matemática, su favorita entre todos los saberes, la inteligencia de la niña
aumentaba día a día. Institutrices y preceptores se admiraban de una lucidez
que, por algún insondable misterio, consideraban impropia de su espíritu
femenino. Y, en lugar de potenciarla, a toda costa, trataron por eso de frenarla.
Con descaro. Sin éxito. En su afán de conocimiento, una vez tras otra,
derrotaba de un soplo la chiquilla tan ruines argucias.
En
sus paseos por el bosque, Ada estudiaba los pájaros, la forma exacta de sus alas,
la proporción que guardaban con su cuerpecillo diminuto y, en secreto, soñaba
volar. Su mente inquieta había inventado un sistema capaz de alzarla en el
aire, meditado con cuidado la multitud de problemas técnicos que, si pretendía llevarlo
a la práctica, habría de afrontar (extensión de las alas, espesor de las
plumas, modo de pegarlas a sus hombros de niña...) y, al dibujar el proyecto a
la escala adecuada, la ingenuidad había asaltado por sorpresa su rostro y la
había llevado a creer lo imposible.
Ideó
luego un día mientras jugaba con Puff,
la gatita que siempre llevaba enredada a las piernas, una máquina de vapor. Un
caballo alado con el motor en las tripas y, a su lomo, un jinete trotando hacia
las nubes. Un invento más complicado que el anterior, cierto, pero ya se encargaría
ella de hacerlo funcionar.
Y
es que la cría adoraba la mecánica. Se ensimismaba durante horas analizando el
mecanismo de cualquier aparato, asombrada por su fiabilidad, por la exactitud
con que, tras determinado intervalo, el artilugio repetía sin fallo el ciclo
inicial. Y su pensamiento corría. Veloz como el rayo, corría y corría...
El
tiempo, como siempre ocurre en la vida y en los cuentos, fue pasando. La niña
se convirtió en mujer, descubrió el mundo, tuvo amores, alegrías, ilusiones, amarguras,
decepciones...
El
hada de los números continuaba guiando en silencio su camino y el genio de Ada −ahora
Lady Lovelace por caprichos del destino− crecía y crecía. Mas pesaba sobre ella
una horrible maldición: era mujer y, en consecuencia, por frágil e incompleto
se tendría siempre su entendimiento.
Su
modo de pensar, tan novedoso y fuera de lo común, fue así tomado por delirio.
Sonrieron
con desdén quienes la escucharon hablar de una máquina extraordinaria: un
instrumento prodigioso, capaz de unir la matemática pura con la práctica, de realizar
cálculos más allá de cualquier humana capacidad, de evitar errores y
revolucionar con su datos el método científico.
«¡Menuda
loca!», murmuraron entre dientes los sabios del momento. Torcieron el gesto,
olvidaron el asunto y siguieron a lo suyo.
El
vaticinio del hada se había cumplido. El reino de la pequeña princesa
pertenecía a otro tiempo: a un tiempo futuro que, mucho después, a más de un
siglo de su muerte, invocaría su nombre, reconocería el valor de su esfuerzo y
se rendiría sin reserva a su talento.
Precursora
de una nueva disciplina, esforzada heredera del hada de los números, entre procesadores,
algoritmos y ecuaciones, a las niñas listas, Lady Lovelace susurra con un guiño
su mensaje: «ven, toma mi mano, nada temas, tuyo será el don del cálculo y de
la ciencia...». Roza, quizá, con la varita su frente y, así, eslabón tras
eslabón, la cadena del saber va enlazando, poco a poco, pasado con futuro. Un
puente se tiende entre dos mundos. Justicia e igualdad quiebran mezquindades y
prejuicios. Y el progreso ensancha su camino.
Imagen: Ada Lovelace
Relato publicado en la Antología "Mujer y Trabajo". Visibiliz-ARTE (febrero 2021) y en la revista "Valencia Escribe" (marzo 2022).