domingo, 28 de marzo de 2021

Mariana Pineda – Reseña

 


Yo soy la libertad herida por los hombres

Con ocasión del día mundial del teatro, RTVE recupera la grabación que hace unos meses realizó de "Mariana Pineda" en el Teatro Español de Madrid. Una versión del drama de Lorca a cargo de Javier Hernández-Simón, muy fiel al texto original, centrada por completo en la temprana muerte de la heroína.

Emblema liberal contra el absolutismo de la llamada "Década Ominosa", acusada de rebeldía contra Fernando VII y condenada a garrote vil por bordar una bandera con las palabras "ley, igualdad y libertad", Mariana Pineda es un personaje de leyenda con una historia mucho más compleja y algo distinta de la que Lorca aborda en su obra.

El poeta centra su historia en los supuestos amores de Mariana con Pedro de Sotomayor para dar vida a una mujer movida por los sentimientos y la pasión; una joven viuda inmersa, a causa de ese amor, en una intriga política que la conducirá a la muerte, capaz de asumir con dignidad las consecuencias de sus actos, de no traicionar a los suyos por salvarse (pese a saberse abandonada por todos), valiente hasta el último suspiro, empeñada en dejar una imagen honorable en el recuerdo de sus hijos.

Laia Marull da voz así, en esta versión, al miedo, al desgarro, a la soledad y al abandono de un personaje mítico, enfrentado a sus inseguridades y desesperanzas, en un montaje muy original, sobre un escenario prácticamente vacío, ocupado solo por unas puertas que, según el momento, se juntan o separan, sirviendo de marco para ciertas entradas o salidas y haciéndose eco de temores o pesadillas y que, junto a las cintas rojas que sugieren el telar donde Mariana borda la bandera, dan a la escenografía un tono muy simbólico y algo opresivo.

 Bellísimo texto de Lorca, lírico y repleto de poesía, amargo y desgarrado a la vez, adaptado para una función magnífica que muestra las aristas de una mujer leal, íntegra y coherente consigo misma hasta las últimas consecuencias.

martes, 23 de marzo de 2021

La novia del parque

 


Se la llevaron vestida de blanco igual que la encontraron, una rosa marchita en las manos y un velo de gasa cubriendo su rostro. Cada mañana, muy temprano, casi aún de madrugada, cuando Alberto y yo terminábamos el turno y, a nuestro paso, las calles relucían inmaculadas y frescas, la veíamos llegar con sus pasitos de hada. Una figura menuda vestida de novia que a esa hora intempestiva, cuando apenas la luz del alba alumbraba tenuemente la mañana, colocaba con cuidado un pequeño escabel sobre la grava, al borde de un sauce, junto a la verja del parque, se acomodaba muy derecha sobre él y, de inmediato, cuidando siempre de no pisar el césped (¡cuánto significado atrapado en ese gesto!), parecía quedar petrificada: una estatua humana, misteriosa, inmóvil, frágil.

Yo acababa de ganar aquel invierno una plaza en la contrata de limpieza municipal y el alivio de un trabajo estable aún no lograba aplacar mi desilusión por tantos años de estudio echados a perder: tirados literalmente a la basura, me burlaba en ocasiones de mi mala suerte con sarcasmo.   

«¡Ay, hijo −a toda hora retumbaba en mi mente por entonces el reproche de mi madre−, tanta carrera, tanto erasmus, tanto máster, para acabar de barrendero...!»

 Aquellas palabras se clavaban en mi alma como un puñal pero eran ciertas. Despiadadas, quizá, pero ciertas. Mi vida no se parecía en nada a lo que yo había imaginado. Desde luego, mi situación no era el sueño de ningún estudiante aventajado aunque el peso de los años, veinte meses en el paro, un divorcio, digamos, poco amistoso y dos niños a tu cargo, rebajan al instante tus aires de grandeza y eliminan de un plumazo tus prejuicios. Así que, sí, cada noche me enfundaba con esmero el uniforme, colocaba una tirita sobre las cicatrices de mi orgullo herido y, bien dispuesto a vaciar contenedores, limpiar papeleras o barrer de las calles todo tipo de inmundicias, esperaba que Alberto llegara con el camión a recogerme.

Tal vez suene prepotente, incluso ingrato, lo que digo; en absoluto es esa mi intención. Culpé a un trabajo, en realidad ni mejor ni peor que cualquiera, de la amargura que durante aquellos meses consumía mi vida. Mi mundo se desmoronaba un pedazo tras otro y la impotencia me asfixiaba. No fueron buenos tiempos, simplemente.

Por eso aquella chica del parque resultó tan especial para mí en ese momento. Un chispazo de belleza que aleteaba en el aire y borraba de un soplo las miserias de la noche.

Nunca supimos su nombre. La espiábamos de lejos, presos de su hechizo, presintiendo su tristeza. Algún transeúnte tempranero dejaba caer, de cuando en cuando, una moneda al borde de sus pies descalzos y un apunte de sonrisa se adivinaba entonces tras el velo que una horquilla sujetaba a su cabeza.

 Alberto y yo quisimos descifrar su enigma muchas veces, carcomidos de curiosidad por la causa de aquella juventud, a nuestros ojos, tan desamparada. Pero ella parecía la princesa de un cuento y nosotros no tuvimos el valor de romper su jaula de silencio.

Pasó luego el tiempo, cambió nuestra ruta de limpieza y le perdimos el rastro; la olvidamos.

Mi espíritu, entretanto, acabó por serenarse, el oficio se convirtió en rutina, la vanidad magullada dejó de envenenarme el corazón y de pronto, un día, clareando una aurora glacial con temperaturas en mínimos de récord, hartos ya de recoger vasos de plástico y botellas vacías, la volvimos a encontrar.

Otro invierno, idéntica inclemencia.

Otra madrugada, idéntico desamparo.  

La reconocimos al instante.

Alberto enmudeció de golpe y un lamento ahogado escapó de mi garganta.

Acurrucada en un portal, gélida, amoratada, vestida de novia... allí estaba: nuestra princesa. Cautiva para siempre de las sombras. Y así, de blanco, arrastrando el velo por el suelo, un reguero de pétalos marchitos a su paso, se la llevaron. Mísera princesa vagabunda sin reino ni corona. Nadie reclamó su cuerpo herido por la escarcha.


Primer premio "Relatos Compulsivos". Marzo 2021.

sábado, 13 de marzo de 2021

Marie

 



El sol se ocultaba tras los tejados de París, un reflejo de luz anaranjada brillaba sobre las azoteas, los árboles del parque se mecían al compás de la brisa y un olor a primavera llenaba el aire de promesas. Parada en la acera, Marie contemplaba el majestuoso edificio que se alzaba ante ella. Miles de mariposas aleteaban en su estómago y un vértigo de libertad le inflamaba el ánimo de alegría. Lo había conseguido. No había sido fácil pero, sí, lo había logrado. La Sorbona. Aquel había sido su sueño desde niña. Un anhelo imposible que abrasaba sus noches de insomnio, que se rebelaba contra la escasez o la miseria y burlaba una absurda prohibición: el incomprensible veto que, años atrás, su Polonia natal había impuesto sobre la educación de las mujeres, una losa que le aplastaba el alma y la hacía llorar lágrimas de rabia.

Poder estudiar sin límites, ser dueña de su tiempo, aprender con el mejor plantel de profesores de Europa... Una fantasía hecha realidad de la que temía despertar.

Al bajar esa tarde del tren había corrido, ilusionada como una cría, hacia el barrio latino, preguntando a los transeúntes, pisando charcos, tropezando con los adoquines; ajena por completo al embrujo de la ciudad o a la belleza del Sena, ansiosa solo por atisbar la cúpula de la universidad ─su universidad, se decía con candor una y otra vez─ y comenzar a empaparse de su esencia.

Y allí estaba ahora, clavada desde hacía un buen rato en la plaza, cosida la sonrisa a los labios, confiada y feliz. Consciente de que en ese momento comenzaba su vida, de que su vocación quizá la convirtiera con el tiempo en la excepción: una mujer rebelde batallando con dureza en un mundo de hombres. El camino sería largo, no lo dudaba, pero estaba preparada. Los reproches no le importaban y las heridas del desdén, sin duda, valdrían la pena.  

La ciudad de la luz era ya, en aquel final de siglo, la capital del mundo, del arte, de la arquitectura, del amor, de la poesía...

Ella la haría también, pronto, muy pronto ─un presagio de futuro destelló veloz ante sus ojos─ capital del saber. Alquimia del talento y de la ciencia.   

Relato para Zenda  #HistoriasDePioneras

lunes, 8 de marzo de 2021

El hada de los números

 

¿Es como el de tu madre tu rostro, encantadora niña?

¡Ada! ¡Hija única de mi sangre y de mi corazón!

Lord Byron

Érase una vez una niña nacida de un poema, una princesa sin reino que soñaba volar, una criatura rozada por la magia, dueña del conjuro que un hada sopló sobre su cuna: «el poder de vislumbrar nuevas eras a ti te entrego, pequeña, el don del cálculo, de la abstracción y de la ciencia será tuyo, mas no es este tu tiempo y solo el futuro conocerá tu nombre y sabrá de tu ingenio».

Ada, que así se llamaba nuestra pequeña princesa, creció apartada del mundo. Su padre, el más romántico de los románticos poetas, marchó muy pronto de su lado en busca de aventuras. Nunca regresó aunque tampoco nunca, y prueba de ello dejó en sus versos, la olvidó. El corazón roto de la esposa no pudo, pese a todo, perdonar la traición. Enferma de celos, acunando a la niña entre los brazos, huyó del escándalo, se refugió en la penumbra de las tierras del norte y, de la vida de ambas, borró para siempre la huella del poeta.

Entre clases de música, aritmética y lecturas de francés, devota fiel de la ciencia matemática, su favorita entre todos los saberes, la inteligencia de la niña aumentaba día a día. Institutrices y preceptores se admiraban de una lucidez que, por algún insondable misterio, consideraban impropia de su espíritu femenino. Y, en lugar de potenciarla, a toda costa, trataron por eso de frenarla. Con descaro. Sin éxito. En su afán de conocimiento, una vez tras otra, derrotaba de un soplo la chiquilla tan ruines argucias.  

En sus paseos por el bosque, Ada estudiaba los pájaros, la forma exacta de sus alas, la proporción que guardaban con su cuerpecillo diminuto y, en secreto, soñaba volar. Su mente inquieta había inventado un sistema capaz de alzarla en el aire, meditado con cuidado la multitud de problemas técnicos que, si pretendía llevarlo a la práctica, habría de afrontar (extensión de las alas, espesor de las plumas, modo de pegarlas a sus hombros de niña...) y, al dibujar el proyecto a la escala adecuada, la ingenuidad había asaltado por sorpresa su rostro y la había llevado a creer lo imposible.

Ideó luego un día mientras jugaba con Puff, la gatita que siempre llevaba enredada a las piernas, una máquina de vapor. Un caballo alado con el motor en las tripas y, a su lomo, un jinete trotando hacia las nubes. Un invento más complicado que el anterior, cierto, pero ya se encargaría ella de hacerlo funcionar.  

Y es que la cría adoraba la mecánica. Se ensimismaba durante horas analizando el mecanismo de cualquier aparato, asombrada por su fiabilidad, por la exactitud con que, tras determinado intervalo, el artilugio repetía sin fallo el ciclo inicial. Y su pensamiento corría. Veloz como el rayo, corría y corría...

El tiempo, como siempre ocurre en la vida y en los cuentos, fue pasando. La niña se convirtió en mujer, descubrió el mundo, tuvo amores, alegrías, ilusiones, amarguras, decepciones...

El hada de los números continuaba guiando en silencio su camino y el genio de Ada −ahora Lady Lovelace por caprichos del destino− crecía y crecía. Mas pesaba sobre ella una horrible maldición: era mujer y, en consecuencia, por frágil e incompleto se tendría siempre su entendimiento. 

Su modo de pensar, tan novedoso y fuera de lo común, fue así tomado por delirio.

Sonrieron con desdén quienes la escucharon hablar de una máquina extraordinaria: un instrumento prodigioso, capaz de unir la matemática pura con la práctica, de realizar cálculos más allá de cualquier humana capacidad, de evitar errores y revolucionar con su datos el método científico.

«¡Menuda loca!», murmuraron entre dientes los sabios del momento. Torcieron el gesto, olvidaron el asunto y siguieron a lo suyo.

El vaticinio del hada se había cumplido. El reino de la pequeña princesa pertenecía a otro tiempo: a un tiempo futuro que, mucho después, a más de un siglo de su muerte, invocaría su nombre, reconocería el valor de su esfuerzo y se rendiría sin reserva a su talento.

Precursora de una nueva disciplina, esforzada heredera del hada de los números, entre procesadores, algoritmos y ecuaciones, a las niñas listas, Lady Lovelace susurra con un guiño su mensaje: «ven, toma mi mano, nada temas, tuyo será el don del cálculo y de la ciencia...». Roza, quizá, con la varita su frente y, así, eslabón tras eslabón, la cadena del saber va enlazando, poco a poco, pasado con futuro. Un puente se tiende entre dos mundos. Justicia e igualdad quiebran mezquindades y prejuicios. Y el progreso ensancha su camino.



Imagen: Ada Lovelace

Relato publicado en la Antología "Mujer y Trabajo". Visibiliz-ARTE (febrero 2021) y en la revista "Valencia Escribe" (marzo 2022). 




domingo, 7 de marzo de 2021

Cosas de la suerte

 


La tarde declinaba perezosa. Una brisa suave aleteaba entre las flores y un destello de luz vestía de grana las hojas de los árboles. Ajeno por completo al espectáculo del crepúsculo, Isaac recorría despacio su jardín, manos a la espalda, cabeza gacha, absorto en sus preocupaciones. Hacía días que algo rondaba su mente: una intuición, un pensamiento que no lograba atrapar, una idea que burlaba su inteligencia y todo su esfuerzo. La acababa de tener ahora mismo a su alcance, susurrándole al oído. La había presentido un instante, había intentado cazarla pero... se le había escurrido entre los dedos. Otra vez. Como siempre.

 Suspiró al fin con resignación asumiendo la derrota, alzó la mirada al cielo y sonrió extasiado ante la belleza de la tarde. Una maraña de colores incendiaba las nubes con su resplandor y un anuncio de otoño llenaba el aire de melancolía.

Espantó con un gesto sus cavilaciones, recostó sus huesos cansados contra el tronco de un manzano y cerró los ojos.

Ya había oscurecido cuando la voz de su esposa −«cariñooo...»− lo hizo despertar con un respingo. Se levantó de un salto, alisó su levita descuidada y corrió hacia la casa. «La cenaaa...», la escuchó gritar de nuevo.

A su espalda, en el punto exacto donde un momento antes había estado echado, una fruta golpeó la tierra al caer del árbol. Un golpe seco, perpendicular y rotundo. Pero él ya se alejaba y no se detuvo a pensar en ello.



Relato para el reto "¿Y si nos hacemos una ucronía?" de "El Tintero de Oro".

Punto Jombar: ausencia del golpe de manzana que, según la leyenda, inspiró a Newton su teoría de la gravitación universal. Sin ella mundo y ciencia actual serían inexistentes (aeronáutica, teoría del átomo, radioactividad...). 

Relato publicado en el nº 16 (noviembre 2021) de la revista "El  Tintero de Oro Magazine".

jueves, 4 de marzo de 2021

El hombre tranquilo. Maurice Walsh – Reseña

 

Había vuelto a casa en busca de un lugar tranquilo en el que echar raíces... y no lo encontraba.

Con ocasión del centenario de Maureen O'Hara, la editorial "Reino de Cordelia" recuperó en 2020 "El hombre tranquilo", novela publicada por primera vez en 1933 que inspiraría años después la famosa película de John Ford.

Más que frente a una novela, estamos en realidad ante una colección de relatos empapados del mismo espíritu y protagonizados por una serie de personajes, relacionados todos entre sí, que ganan mayor o menor peso según el aspecto que aborde la narración. Así, la del hombre tranquilo, el boxeador que tras triunfar en América regresa a su tierra natal en busca de paz, es solo una más dentro de un conjunto de historias muy evocadoras, marcadas por la leyenda de un país, Irlanda, que, en ese momento (principios del S. XX y primeros años del IRA),  lucha por su independencia, orgulloso de sus raíces y enamorado hasta lo imposible de sus tradiciones.

En un tono muy melancólico, cargado de añoranza, Maurice Walsh nos adentra en un mundo de hombres fuertes, apasionados, fieles por encima de todo a su cultura y al carácter de su pueblo, muestra los extremos a que llega su exaltación patriótica, los sitúa frente a determinadas elecciones morales y los enfrenta al resultado de sus decisiones y comportamientos.

El amor, la bondad, los efectos del odio, la honradez... El valor de la lealtad, de la amistad..., son los temas que recorren unos relatos donde late siempre de fondo el orgullo propio del nacionalismo irlandés y un romanticismo desesperanzado e impregnado de poesía.

Bellísimas las descripciones de la naturaleza y desbordante el amor del autor por una tierra que, por momentos,  pinta como un paraíso idílico e idealizado.

La película de Ford, protagonizada por John Wayne y Maureen O'Hara, comparte ese universo evocador y la sutileza del relato que la inspira pero la trama argumental varía significativamente. Una obra maestra del cine, quizá la mejor película de su director, que de inmediato eclipsó la historia original.