sábado, 7 de septiembre de 2019

Hechizo de luna



Cerrad un instante los ojos, no más que un instante y dejad que os cuente un secreto. Algo que a nadie jamás revelé, que siempre protegí con cuidado, temeroso de la incomprensión y la soberbia que con tanta frecuencia exhibe el mundo.  

Creo ahora, sin embargo, cuando tan lejano queda todo, llegado el momento de referir mi historia.

Así pues, prestad atención. A vosotros confío el relato fiel y certero del más extraño suceso que alguna vez en mi vida aconteció.

Era yo muy joven todavía y por la época en que los hechos que hoy me dispongo a revelar ocurrieron, residía en un pueblecito costero del norte. Una de esas coquetas villas marineras al borde de los acantilados, de inviernos grises y veranos breves, de casitas bajas y tejas rojas, de vientos con sabor a sal...  Un paraíso de playas bravas y melancólicas laderas desde el principio de los tiempos ─las gentes del lugar cuentan─ con candor enamoradas de las olas y la arena.

Allí, en aquel paraje de ensueño, tuvo lugar el encuentro que para siempre habría mi vida de cambiar.

El día, un día gélido de invierno, había sido lluvioso y muy gris. Pero al fin la tormenta cedió y yo decidí entonces salir a distraer ánimo y pensamientos.

 Alcancé en mi paseo una pequeña cala de aguas cristalinas, una delicada bahía de arena dorada, refugio perfecto para almas ─como la mía─ cansadas o quizá del mundo fugitivas.

  Inquieto, abatido e inmerso en negras cavilaciones como aquella noche yo me hallaba, muy veloces corrieron las horas y cuando de ello vine a darme cuenta no debía estar ya lejos la medianoche.

En el firmamento, impasibles y lejanas, brillaban las estrellas, gemía dolorido el mar y sobre la arena arrojaba la luna unos rayos de luz azules, efímeros y enigmáticos como un conjuro.

Las olas iban y venían, rítmico e hipnótico su vaivén.

Todo estaba en paz. Impregnado de suaves olores el aire. Ningún peligro parecía acechar.

No era así.

Fue entonces cuando lo impensable, lo imposible... sucedió.

Ved, esto fue lo que ocurrió.

Estaba ya la luna en lo más alto del cielo, tocaba a su punto la medianoche, cuando de golpe, con furia ciega, rugió el océano y de inmediato, muy bruscamente, la marea descendió.

Un furtivo rayo de luz relampagueó sobre las aguas al tiempo que de ellas emergían tres figuras: tres mujeres que, solo a intervalos, la luz tenue de la noche iluminaba. Muy pálido su rostro, una sonrisa desmayada en los labios, tan ligeros sus movimientos como una brisa tibia de mayo.

Imaginad mi asombro, imaginad mi espanto ante tan fantástica visión. Imaginadlo, sí, porque por mucho que me empeñe nunca alcanzarán mis palabras a explicarlo.

 Con la quietud y la inmensidad de un hechizo, tras mirar a un lado y a otro como si buscara a alguien ─un indescriptible tinte de misterio y desconcierto al fondo de sus ojos celestes─ frente a mí se detuvo la más joven de aquellas etéreas y bellísimas damas. Tan blanca y tan rubia era que de nieve y oro parecía hecha. Rozaron sus ojos los míos y en el corazón de la noche suaves palabras de  amor a mi alma habló.

Un sollozo mudo anudó mi garganta, sobrecogido frente a tan sobrenatural hermosura.

Las estrellas que desde tan lejos había yo un momento antes contemplado parecieron deshacerse en mil destellos que sobre mi cuerpo caían y lo quemaban. Temeroso de deshacer el encanto, apenas si respiraba. 

 Ella permanecía inmóvil, despacio, muy despacio, transcurrían los minutos, el tiempo parecía detenido y a punto estaba ya de desgarrarse en dos mi corazón, cuando hacia mí extendió su mano y, en un gesto que fue casi una caricia, el anillo que en uno de sus largos y blanquísimos dedos brillaba me entregó.   

La luz clara de la luna iluminó su rostro, sonrió con melancólica dulzura, dejó en mis labios un beso leve y en la soledad de la madrugada, diluida entre la bruma que como un velo de gasa flotaba en el aire, se desvaneció.    

Tembloroso y febril, incansable, entre las sombras del bosque hasta el alba la busqué.

 Comenzó al fin el día a blanquear, una claridad trémula y espectral se extendía poco a poco en torno a mí  y, con infinito desconsuelo, debí entonces aceptar que no sería ya capaz de hallarla.  

Un inmenso vacío, una soledad desgarradora, se cernieron raudos sobre mí. Quebró mi espíritu el arañazo del desamparo, todo a mi alrededor calló y, hondamente conmovido, lloré.

De eco en eco, en la espesura del bosque, largo tiempo resonó mi llanto y entre el rocío de la mañana mis lágrimas se perdieron.

 Muchas veces a lo largo de los años habría de volver, con un rescoldo de esperanza y esa inexplicable y rara fe con que uno espera los milagros, al lugar exacto de tan extraña aparición.

Esfuerzo vano.

 Una y otra vez en mil pedazos se desharía mi ilusión.

Nunca la volví a ver y solo mecida entre mis sueños, enredada en ese vago espacio que de la vigilia los separa, alguna vez, muy pocas, la encontré. 

Inmisericorde como suele, el tiempo pasó y la vida siguió su curso: alegrías, penas, victorias, derrotas, simulacros de amor... Ruido y silencio.

Nada queda ahora y todo me es ajeno en este limbo donde habito, tan dolorosa y cierta la conciencia de mi propia soledad.

 No negaré ─ningún motivo hay para ello y cierto es─ que amores más prosaicos en mi vida hubo, mas siempre, acurrucado en el más secreto rincón de mi alma, tiritando de ternura y de nostalgia, permaneció su recuerdo.

 Nunca la olvidé.

Exiliado de un lugar al que jamás podré regresar, con la vida como veis hoy ya a mis espaldas, aún centellea en mi memoria su magia, su belleza, el perfume de misterio y de poesía que impregnó su despedida.

Sobre mi pecho, cerca, muy cerca del corazón, estuvo siempre su anillo ─huella tangible de no haber sido locura aquella noche en que amor eterno ambos nos juramos, ni vano fantasma de mi ardiente imaginación─ y allí por siempre, aun después de muerto ─así ahora, cuando tan próximo ya el final de mis días siento, os lo encomiendo─ es donde habrá de permanecer.    






Este relato aparece publicado en el nº 11 (septiembre 2019) de la revista "El Callejón de las Once Esquinas".

12 comentarios:

  1. En estos parajes marinos del norte cualquier cosa puede suceder. Como esta historia que nos traes hoy. Un anillo es una buena prueba cuando el paso de los años hace dudar de si lo recordado es ficción o realidad.
    Precioso relato.
    Un beso.

    ResponderEliminar
  2. Qué buena escenografía has presentado Marta. Desde luego es uno de los cuentos más bellos que te he leído y rinden perfecto tributo al nombre de tu blog. Estupenda, por tanto, tu colaboración con "El Callejón de las Once Esquinas". Buen fin de semana.

    ResponderEliminar
  3. Jo, ¡qué relato tan bueno, Marta! Esa primera persona, ese tono conversacional y a la vez tan apropiado para el género de las leyendas fantásticas. De esas historias que te atrapan desde la primera línea, de esas que bien podrían ser contadas oralmente al calor de una hoguera. Par mí, las mejores. Un abrazo!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, David! Me encanta esa imagen de la hoguera porque sí pretendía contar un cuento de ese tipo. Mil gracias!

      Eliminar
  4. Es hermoso imaginar que la historia que leemos viene acompañada por la cadencia de la música maravillosa de los grandes cuentos. Un lujo para El Callejón. ¡Enhorabuena!, Marta.
    Ariel

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Un lujo siempre tus comentarios. Muchísimas gracias, Ariel. Me alegro mucho de que te haya gustado.

      Eliminar
  5. Ciertamente este relato tiene magia. En especial que la aparición provenga del mar. Muy bueno Marta. Y como siempre, la belleza delicada de tu prosa para contar la historia!

    ResponderEliminar
  6. Un hermoso relato lleno de lirismo. Es como un cuento de hadas contado con voz de poeta.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar