Nunca mueren los viejos rockeros, cuenta la leyenda y no seré yo quien la
desmienta. Al contrario. Casi podría asegurar que sea cierta. Tampoco quiero
engañar a nadie y debo añadir por eso que morir tal vez no mueran pero
envejecer... ¡ay! envejecer, vaya si lo hacemos.
Dejen que les cuente mi historia. No es una gran historia y nada tendría
de particular si no fuera por el único y chiquitísimo detalle de que es la mía.
Convendrán conmigo que, aunque insignificante, esta circunstancia resulta para
mí fundamental. Aunque, tal vez... tal vez en el fondo sí lo sea. Una gran
historia, digo. No sé, ustedes juzgarán. Pero, discúlpenme, a punto estaba ya
de andarme por las ramas. Es esta dichosa tendencia mía a divagar que en
cualquier momento me asalta. Y es que me encanta conversar aunque muchas
ocasiones de hacerlo no tenga, esa es la verdad. Gajes de la vejez, ya les dije
que, lenta pero despiadada e inmisericorde como suele, sin apenas darte cuenta,
derrotado y solo el día menos pensado te deja. En fin, el caso es que creo
haber avivado ya una pizquita su curiosidad y prometo no aburrirles si me
brindan, generosos, su atención.
Verán, todo comenzó por culpa de una joven. Lo sé, lo sé, no es un arranque
muy original pero... es lo que sucedió. Una joven, les decía, que despertó un
sentimiento hasta entonces desconocido para mí. Nada importa ya su nombre y poca
gente en el mundo queda que pudiera recordar, aun así -lealtad inútil, bien lo
sé, mas siempre para mi tuvieron importancia ciertos gestos- guardaré el
secreto. Magia, luz, belleza. Todo en torno a ella parecía siempre gravitar. Un
soplo de felicidad me acariciaba el corazón cada vez que sonreía. Su mirada me hacía
soñar, me ahogaba de amor y en mi infeliz inconsciencia, joven e ingenuo como
era, a toda costa decidí lograr que ella me quisiera y con ese fin tracé un
plan magistral.
Corrían los años cincuenta, el rock and roll despertaba con fuerza y yo,
un muchacho hasta entonces tímido y del montón que nunca en nada había
sobresalido, me aferré con pasión a aquella oportunidad. El cambio en mi
apariencia resultó fundamental, debo reconocer: largas patillas, brillantina en
el pelo, elaborado tupé, atuendo ligeramente extravagante y... ¡voilá! patito
feo de golpe transformado en bello cisne. Estrategia infalible.
Aunque nunca hasta entonces había la música entrado en mis planes, no
cantaba mal y yo lo sabía. La vergüenza y los nervios me mataban pero recuerden
que había una chica por conquistar y nunca hubo ilusión más poderosa en este
mundo. Fue así que un día, en un baile de verano, quizá fuera la noche de San
Juan siempre tan misteriosa y hechicera -pero tanto tiempo pasó que incapaz soy
ya de asegurarlo- tuve un impulso que para siempre cambiaría mi vida: abracé
con descaro mi guitarra, subí sin pensarlo al escenario y, bueno, no es que quiera
alardear pero... ¡fabuloso! no encuentro otra expresión. Aquel pueblo de
casitas blancas junto al mar, la última luz del día desvaneciéndose en el
horizonte, mil acordes fugitivos entre la brisa a la deriva, público
enloquecido, electricidad en cada aplauso, martillazos en mi corazón. Sus
ojos... ¡Ay!, aquellos ojos clavados en los míos.
Deseé con toda la fuerza de mi pobre alma enamorada que los relojes se parasen, que se detuviese el tiempo y ese momento
durase para siempre. Hace ya tanto de todo aquello.
En fin, ¿qué puedo decir? Me convertí en una estrella sin apenas darme
cuenta y lentamente mi vida se disolvió en el caos. Rocé una felicidad que, de
golpe, escapó de entre mis manos. Ella dijo que nunca podría quererme, el aire
a nuestro alrededor en ese instante se congeló, murió el romance y yo me
obligué a olvidar. No sé por qué pero
eso hice y hube de aceptar al fin que lo que una vez creí posible no lo era en
realidad. Mudo de estupor, ni siquiera lloré.
Pasaron los años. Alegrías, penas, victorias, derrotas, simulacros de
amor... Ruido y silencio.
Nada queda ahora. El tiempo se arrastra muy lento y todo me es ajeno en
este limbo donde habito, aunque quizá tan sólo ocurra que demasiado cansado
estoy ya de vivir sin ella, eterno enamorado de quien nunca volverá.
A pesar de todo, apagado, vacío, viejo y decrépito como estoy, para
siempre ausentes quienes alguna vez mi mundo y mis sueños compartieron, algo superior
a mi voluntad, más grande que yo mismo, me retiene aquí. Música y recuerdos se
cuelan por alguna grieta del tiempo para susurrarme quién fui, para devolverme
una gloria antigua. Exiliado de un lugar al que nunca podré regresar, en ocasiones es brutal la soledad que siento e
infinita la nostalgia por todo lo perdido.
Pero esperen, creo que estoy haciendo que suene peor de lo que es y no es
eso. No, en absoluto. No pretendo despertar su compasión. Sólo ocurre que a
veces me abruman los recuerdos y sueño la historia de un amor que nunca fue.
Impenitente romántico en el fondo, ya ven. Pero no. No deben sentir lástima. Yo
soy el Rey. ¡Todavía! ¡Siempre! Y sin embargo.... Los años, este cansancio
infinito, tantas pequeñas humillaciones cotidianas, sin tregua me hacen dudar
si este tipo vestido de blanco que salta todavía cada noche al escenario y
mueve sus caderas maltrechas al ritmo de un inmortal "King Criole"
soy yo mismo, mi fantasma o mi más fiel, entregado y devoto imitador.
Este relato aparece publicado en el nº 36 (noviembre 2.017) de la Revista "Valencia Escribe".
Este relato aparece publicado en el nº 36 (noviembre 2.017) de la Revista "Valencia Escribe".