Un
viejo peregrino cansado de recorrer el mundo llegó una noche a la ciudad. Venía
de muy lejos, traía el cuerpo fatigado y una tristeza inconsolable lo inundaba
como una ola de hiel. Sus ojos gastados reflejaban la huella del tiempo, le
flaqueaban las fuerzas y ya presentía concluida su misión. Había visitado
países de anchos ríos e inmensas sabanas, atravesado desiertos de arenas
blancas, navegado mares de aguas turbias y oscuras. Había conocido la alegría y
la derrota, la decepción y la esperanza y llegado era el momento de marchar.
Paseó
con nostalgia la mirada entre el bullicio de una plaza donde, en pequeños
corrillos, reía y brindaba gente vestida de
fiesta. Recostó en la escalinata de una iglesia su figura encorvada y allí,
al amparo de las sombras, se detuvo un instante a contemplar el alboroto.
También él una vez sintió latir la ilusión en su alma, también soñó quimeras y
utopías, también quiso alumbrar, una noche como aquella, un mundo nuevo pero...
fracasó en su empeño. Nada, salvo esperar, podía hacer ahora. Sus minutos se
agotaban veloces, la arena de su reloj −tictac, tictac− caía sin tregua y
desbordado de amargura sentía el corazón. Tanta energía desperdiciada, tantas
vidas y dichas tiradas por la borda, tantas angustias y esfuerzos inútiles,
tanto olvido, tantas ambiciones desmedidas, tantas traiciones, debilidades,
hipocresías, aflicciones, tantas promesas rotas, tantas esperanzas defraudadas.
Y de tanta y tan cruel indiferencia frente a esto había sido él testigo...
El
carrillón de la catedral comenzó a sonar a lo lejos y lo trajo de vuelta a la
realidad. Medianoche. Se puso en pie con un suspiro y cerró los ojos. Estaba
listo. Su tarea se había cumplido. «¡Feliz Año Nuevo!», «¡Feliz Año Nuevo!», escuchó
gritar entre risas a algún ingenuo transeúnte. «Buena suerte, hermano», murmuró
el viajero. Y mientras la última campanada aún resonaba en el aire, detenida
una lágrima en sus ojos cansados, entre los engranajes del tiempo y la bruma del
olvido, el viejo año en humo se deshizo.