Se llamaba Belinda y era la más bella muñeca del escaparate. Delicada, exquisitamente hermosa, una pequeña dama vestida de seda, encajes y suave terciopelo, ojos azules, rubor en las mejillas, rubios cabellos recogidos en perfectos bucles sobre su cuello de cera. Sentada al piano, suspendidas las manos sobre las teclas unas veces, de pie tras el cristal otras, acunada en la nostalgia, siempre melancólica, indiferente y frágil, miraba la vida pasar. Etérea, transparente, dulce como un sueño de infancia.
Los días en el almacén de antigüedades se iban así sucediendo uno tras otro, cada uno parecido al anterior ─apacibles, perezosos, rutinarios─ entre la admiración y la indolencia que la muñequita despertaba hasta que, en algún momento, sin que nadie pudiera explicar cómo, algo muy extraño sucedió. Una mañana de aquel lánguido e inacabable verano, la vitrina que ella había ocupado hasta entonces amaneció vacía. Belinda no estaba. En su lugar, el rastro deshojado de una rosa blanca de cristal.
Cuentan que, enamorada de un titiritero que por aquel tiempo se hallaba de paso en la ciudad ─un muchacho guapo de ojos grises y vivaces, rostro atezado por el sol e irresistible sonrisa soñadora─ aturdida de amor, tras él huyó una noche de luna llena.
Raudas y fugaces, cómplices y atrevidas, destellaban en el firmamento cientos de perseidas y su magia y fantasía aquella noche vertían sobre el mundo.
Burlado de tan fantástico modo, casi por milagro, su destino de inanimado juguete inalcanzable, de feria en feria, felices y sin rumbo, siempre juntos los dos, recorren desde entonces los caminos. Eternos vagabundos perdidos por el mundo.
Sus vestidos ahora rasgados y en desorden, el cabello desgreñado, los brazos descascarillados, magullada su blanquísima piel de porcelana, nada en ella recuerda ya a la bella damisela, siempre al borde de la vida acurrucada, que alguna vez fue. Brillan sus ojos, antes tristes y apagados y un sentimiento desconocido, algo muy cercano a la esperanza, habita su alma. Y es que fue frente a él que por primera vez su corazón latió.
Una palabra, un gesto, una sonrisa a tiempo y... una vida que renace por arte de magia.
Sucedió que solo aquel joven alegre, irreverente y bohemio que quiso el azar cruzar en su camino, fue capaz de consolar su dolor; de ver lo que nadie más acertó nunca a comprender: la soledad, la tristeza, el vacío en que se ahogaba.
Y solo él le dio también una razón para soñar.
Con la quietud y la inmensidad de un hechizo rozaron sus ojos los suyos, un beso leve dejó en sus labios y bellas palabras de amor a su alma habló.
Como el regalo más precioso apareció para quererla cuando menos lo esperaba, borró para siempre las sombras del pasado y un nuevo destino, una vida entera le entregó: fulgurantes noches repletas de estrellas, tibios amaneceres cubiertos de rocío, cálidas brisas perfumadas de jazmín... la belleza muda de un instante en que nada pasa y pasa la vida.
Ráfagas de alegría y felicidad, mariposas en el alma, secretos de amor, estremecimientos de ternura, caricias en el corazón...
Latidos de magia y de poesía.
Y es que a veces, solo a veces, los sueños se cumplen. Es entonces que el destello errante de una estrella, el acompasado latir de dos corazones, el dulce contacto de unas manos que se unen, un abismo de soledad y silencio resquebraja, sombras y desdichas ahuyenta y una noche de verano misteriosa y hechicera al mundo deslumbra con su luz, con su encanto y su belleza.