"Todas las penas pueden soportarse si se convierten en una historia". Isak Dinesen.
martes, 25 de septiembre de 2018
Latidos de olvido
sábado, 22 de septiembre de 2018
Kathleen. Christopher Morley - Reseña.
lunes, 17 de septiembre de 2018
Moriría por ti y otros cuentos perdidos. F.S. Fitzgerald - Reseña.
sábado, 1 de septiembre de 2018
Otoño en Buenos Aires
Otoño. Del año la estación más bella. La estación de los poetas. Melancólico, tenue y dorado otoño que los días acorta, los árboles desnuda y mi memoria enreda entre su aroma a un pasado roto, a un instante antiguo de tiempo detenido.
No es esta una historia feliz, les advierto. Es una historia de dolor y muerte; de fantasmas anclados a la noche; de rabia y desolación. Y sin embargo... Sí, por encima de todo, es una historia de amor.
Se llamaba Álvaro. Era un muchacho alto y muy delgado, con grandes ojos color caramelo a los que asomaba un chispazo de vulnerabilidad. Supe al instante que amarlo era mi destino, que siempre sería él mi lugar en el mundo. Y es por eso ahora tan grande mi desamparo...
Le vi por última vez un día de marzo frío y brumoso, húmedo de lluvia. Primeros atisbos del feroz otoño que aquel año asolaría Buenos Aires. Se despidió con un beso y un guiño pícaro, feliz por algún proyecto que llevaba entre manos, que seguro me contó pero ya después no logré recordar. Subió a su motocicleta ─chubasquero y libros a la espalda─ y el tráfico de la mañana lo engulló sin piedad.
El asfalto espejeaba charcos de cristal.
Nunca regresó y el rumbo de mi vida se torció entonces sin remedio. Nada volvería ya a ser como solía.
Tan definitiva y abrupta fue su desaparición que no parecía real. No podía serlo. Resultaba imposible, impensable. Tan fuerte era, día tras día, la impresión de pesadilla que yo creía soñar. Nadie desaparece sin rastro, sin explicación, sin motivo ─me decía─, aunque justamente eso era lo que acababa de ocurrir: humo entre la niebla, vapor desvanecido en el aire, sombra desdibujada entre la nada.
Y a nadie pareció extrañar.
Tiempo gélido y oscuro de silencios y miedos callados.
Comenzó entonces mi amargo recorrido por la burocracia del dolor: hospitales, administraciones, puestos de guardia... Incluso las puertas de la morgue golpeé aterrada en mis pesquisas. Y allí, con el corazón encogido y el alma espantada, decenas de cuerpos revisé: cadáveres anónimos destinados a yacer en el olvido eterno de cualquier tumba sin nombre. Ninguno era el suyo.
Extraviada en el laberinto de la duda, suspendida en un limbo de secretos y sospechas, enloquecí. El tiempo se volvió contra mí. Moría por dentro, enferma de desesperanza. Le echaba tanto de menos... Sus bromas, sus risas, su voz, su ternura. Le buscaba en sueños sin cesar para despertar luego atormentada por terribles visiones. Los años cayeron de golpe sobre mí. Me convertí en un ser gastado y triste, profundamente herido, incapaz de hallar consuelo para tanta inocencia perdida, atrapada en un callejón ciego, devorada por el miedo.
Y fue entonces que algo muy extraño sucedió.
Una noche, entre sueños y desvelos, escuché una voz en mi mente que, insistente, repetía: «no existe la muerte, solo el olvido. Recuerda. Siempre recuerda...».
Un latido de más sacudió mi corazón. Desperté con aquellas palabras en los labios y algo muy profundo ─supe de inmediato─ giró en mi interior. Comprendí que debía aceptar al fin que aquella pena insoportable habitaría siempre mi alma, que habría de dejar a la tristeza arañar suavemente mis días, aprender de nuevo a respirar, a vivir con esta ausencia que quema.
Luchar contra el olvido. Impedir que borre tu nombre el olvido, hijo, esa fue desde entonces mi única misión. Y cientos de compañeras leales, con idéntica cicatriz en el alma, hallé en esa lucha. Jamás en ella me encontré sola.
Han pasado los años, tantos que parece imposible y aquí seguimos: reuniéndonos cada jueves. Pañuelo en las cabezas, pancartas en las manos, cansancio en los rostros.
Siguen aquí las huellas del pasado y con ellas nosotras, las madres, clamando vuestros nombres. Reclamando justicia y dignidad. Dando voz a los humillados.
¡Tantos destinos robados! ¡Tanto dolor y muerte ocultos en crueles madrugadas! ¡Tanto silencio! ¡Tanta vergüenza!
Triste historia la mía. Historia de un amor, les dije. Un amor eterno que más allá de la vida o de la muerte perdura. Historia también de una espera, de un llanto, de un lamento que contra el olvido resuena sobre una plaza inmortal donde un otoño el tiempo se detuvo. Sombrío y atroz otoño de mi malherido Buenos Aires.