La
función estaba a punto de terminar, el eco del disparo retumbó en la sala como
un trueno, Violeta cayó contra las tablas y...
A
partir de ahí todo se vuelve confuso en mi cabeza.
Sangre,
gritos, desconcierto...
Duele.
El recuerdo duele pero me obligo a recordar.
Mi
mente revive aquella noche una vez y otra y otra más, enredada a un bucle eterno
sin principio ni final.
No
me arrepiento. Sé que hice lo correcto.
El
fogonazo me cegó por un instante, sentí el golpe seco de su cuerpo contra el
suelo, los primeros chillidos de espanto...
Solté
la pistola gritando su nombre ─«¡Violetaaa!»─, corrí hacia ella, acuné entre mis
brazos su último suspiro...
«Violeta»,
«Violeta», «Violeta», gemía arrodillado a su lado, sin esperanza ni consuelo.
El telón cayó de golpe, las luces se
encendieron, un espectador (¿un médico?) trató de revivirla pero, al fin, sus
ojos se apagaron clavados en los míos.
«Muerte
en el teatro», «¿Asesinato o accidente?», «La gran Violeta Silva muerta a manos
de su esposo», «Prisión sin fianza para el asesino de la actriz»... La noticia monopolizó
durante días los informativos, alimentó el morbo de la crónica de sucesos en
todas las revistas y pareció dar la razón a quienes siempre se habían pronunciado
contra mí.
Mis
relaciones con la prensa nunca fueron buenas, es cierto, pero en realidad tampoco
nunca eso me importó. Desde el primer momento supe a lo que me exponía al
casarme con Violeta. Ella era por entonces la actriz más reconocida de la profesión
─«la gran dama del teatro», la denominaban los tabloides a menudo─, admirada,
querida, cautivadora, llamativamente bella pese a la madurez de sus años. Yo,
un actor desconocido, un par de décadas más joven, fui tachado de inmediato de buscavidas
y arribista. Trataron de enturbiar nuestra relación hablando de feos intereses pero
logramos aislarnos de chismes y recelos y asumimos el peaje de buen grado.
Fuimos felices. Violeta arrastraba el fracaso de dos matrimonios fallidos, la
incomprensión de haber priorizado siempre su carrera a la familia y una cadena
de noches solitarias que comenzaba ya a pesarle como el plomo. Yo curé su dolor
y sus heridas, la convertí en el centro de mi mundo y la quise hasta la locura.
La amé con toda el alma.
Fueron
años felices, sí. Años de giras y éxitos, de premios y reconocimientos. Una
actriz de leyenda, misteriosa, cercana y lejana a un tiempo, que saltaba de un
género a otro sin esfuerzo: del suspense a la comedia, del musical al drama y que,
a golpe de estudio y de trabajo, había ganado el respeto de un público en
extremo riguroso.
¡Qué
afortunado fui al compartir todo aquello junto a ella! Lo supe entonces y lo
constato ahora.
Pero
el tiempo, inclemente como suele, fue pasando y Violeta Silva quedando a su
paso en el olvido. Los últimos estrenos apenas fueron folletines de enredos mal
tramados, obras de trazo grueso que no estaban a la altura de su nombre, aceptadas
solo por mantener en pie la compañía.
La enfermedad y la vejez comenzaron a
acecharla. La torturaba su declive y tenía tanto miedo... Miedo a perder el
respeto de su público, a convertirse en una caricatura triste de sí misma, a no
estar a la altura de su propio personaje.
Fue entonces cuando me hizo prometer lo impensable.
Y, sí, lo hice. Fui leal y respeté su voluntad hasta las últimas consecuencias.
Mi disparo la transformó en mito y burló su decadencia.
No
me defendí, ni traté de hacer pasar por accidente lo que no lo era. La pistola era
real; también la bala. Y yo lo sabía. El arma falsa en mi camerino así lo
atestiguaba. La policía la encontró de inmediato, me confesé culpable, salí
esposado del teatro y... el resto es ya historia conocida.
El
juicio de la opinión pública fue devastador. Único heredero de un patrimonio
incalculable, tomaron todos por codicia lo que fue ─juro que lo fue─ un acto de
amor.
El
destello agradecido que adiviné en sus ojos al mirarme, consuela mis insomnios.
La echo de menos a cada segundo, a cada latido de mi corazón desgarrado.
Pero
fue su decisión. Algo que esperaba hacía tiempo y para lo que hacía tiempo se
sentía preparada. Era yo quien no lo estaba. Por eso tardé tanto y al borde
estuve de traicionar su deseo. Pese al reproche burlón que algunas veces
sorprendía en su risa o la caricia cansada con que sus dedos magullaban mi
alma. Pese a saber que jamás perdonaría que incumpliera mi promesa.
Y,
de repente, el destino nos trajo aquel éxito inesperado; aquel resurgir de la
gran Violeta Silva en la piel de Miss Marple que la elevó de nuevo a lo más
alto e incendió su vida de alegría.
Fue
su idea recuperar a Agatha Christie ese verano (yo asesino, ella detective,
¡qué ironía!) y el modo en que hizo suyo
el papel resultó extraordinario. Cada representación agotaba las entradas, la
crítica la ensalzaba como en los viejos tiempos: «reina de la escena», «actriz
de raza», «última representante de una generación inigualable», repetían
cada mañana las secciones de cultura con ñoña cursilería. El mundo se rendía a
sus pies y se la veía tan feliz...
Comprendí
entonces que el momento se acercaba. Ella había recuperado su antigua gloria y
yo había hecho una promesa. Debía perpetuar el instante y convertirla en
inmortal.
Eso
hice. Dejar que la muerte se colara en un aplauso. Regalarle el final que merecía
y alguna vez quizá soñó.
Escribo
ahora estas notas en la soledad de mi celda. Escribo para no olvidar. Para retenerla
a mi lado y acurrucarme con dulzura en su recuerdo.
Cada
noche destruyo lo escrito y vuelvo luego a comenzar. Carceleros y presos toman mi
rutina por locura. No hablo con nadie, nadie me visita y a nadie puedo confiar
mis motivos. No debo. No lo haré jamás. De mi silencio depende su leyenda y
solo yo soy su guardián.
Este relato resultó seleccionado entre los finalistas del III
Concurso de Relato Libre ENES y aparece publicado en la antología del concurso:
"El pedrusco y otros relatos ". Donbuk Editorial. Octubre 2021.