Faltaban
dos días para Navidad y Berta aún no había escrito su carta. Ya era una niña
grande y conocía el secreto de Papá Noel. Lo había descubierto por casualidad y
todo había sido culpa de Guille. Un año atrás, la tarde que estaban decorando
el árbol, su hermano se empeñó en jugar al escondite y, aunque a ella no le
apetecía nada, el crío se puso tan
pesado que, antes de darse cuenta, habían abandonado los adornos sobre el suelo
y se había encontrado metida dentro de un armario atiborrado de juguetes.
Al principio no lo entendió. ¿Qué era aquello?
¿Qué hacían todos esos regalos escondidos tras los abrigos de mamá? ¿Quién los
había llevado hasta allí? Salió de su escondrijo sin hacer ruido, sorprendida y
algo asustada; cerró la puerta del armario con cuidado y, junto al montón de
dudas que rugía en su cabeza, se metió bajo la cama a esperar a que el niño la
encontrara.
Berta
no contó a nadie lo que había visto ─era un secreto y ella era realmente buena
guardando secretos─ pero esa noche no logró dormir. Dio vueltas y más vueltas
en la cama hasta que, de pronto, ya de madrugada, su mente exhausta encajó al
fin las piezas del puzle. ¡Cómo habían podido engañarla de esa manera! Y sobre
todo ¡cómo ella no se había dado cuenta! ¡Qué vergüenza! ¡Con lo lista que
era...!
La
mañana de Navidad confirmó sus sospechas, aunque tampoco entonces dijo nada.
Sonrió, celebró con palmas los regalos y olvidó el asunto. Si sus padres
querían mantener aquel embuste, sus motivos tendrían y no iba encima a ganarse
una regañina por curiosear donde no debía.
Pero
una cosa era ser prudente y otra muy distinta que la tomaran por tonta. Por eso
este año ni había escrito la carta ni pensaba hacerlo. Tal vez así papá y mamá
confesarían.
***
Mientras
tanto, en el Polo Norte, el viejo Noel se preparaba para el viaje. Trineo,
renos, saco... todo parecía estar en orden, no olvidaba nada. Y sin embargo,
justo en el momento de partir, cuando ya
se despedía de Mamá Noel con un beso, una punzada de tristeza arañó su
corazón. Dudó un instante, sintió como el hielo se resquebrajaba en pequeñas
grietas a sus pies y fue entonces cuando comprendió lo que ocurría. Corrió de
nuevo a su despacho ─¡maldita sea!, ¡está sucediendo otra vez!, murmuró con
impotencia─, regresó al cabo de unos minutos con un sobre y una llave y se dirigió
al almacén. Poco después estaba de vuelta con una caja enorme entre los brazos
y una sonrisilla traviesa asomándole a las barbas. Colocó la caja sobre el resto
de paquetes, sujetó a su tapa el sobre con un lazo y ─JO-JO-JO─ marchó a
cumplir su misión.
***
Un
alegre repique de campanas despertó a Berta muy temprano. Era Navidad y la ciudad festejaba el nacimiento
de Jesús. Abrazada a la almohada, la niña no se atrevía a correr hacia el árbol
como siempre hacía esa mañana. ¿Y si no había regalos para ella? No había
escrito la carta y, a lo mejor...
─¡Berta,
Berta...! ─escuchó gritar a Guille de repente, al fondo del pasillo.
─...
─
¡Mamá, papá...!
─...
─¡Corre,
Berta, ven!
Saltó
de la cama con un chispazo de temor atravesado en los ojos y fue en busca de su
hermano. El chiquillo no podía contener la emoción y ya había deshecho un buen
montón de paquetes cuando ella entreabrió con timidez la puerta del salón.
─¡Mira
qué grande, Berta! ¡Y pone tu nombre!
¡Es para ti! ─aplaudió con entusiasmo al verla llegar─ ¡Ábrelo, venga, ábrelo!
Bajo
las luces del árbol, una caja de cartón rodeada por un inmenso lazo rojo se
bamboleaba a uno y otro lado con un desconcertante temblor ─¿qué era aquello?,
¿era su regalo?─ Un quejido suave pareció escapar del interior. Buscó con la
mirada el consentimiento de mamá, se acercó a la caja muy despacio y, al
levantar la tapa...
«¡Ay!,
¡qué susto!», chilló dándose de bruces contra el suelo, arrastrada por una
bolita lametona y peluda que se abalanzó
de golpe sobre ella.
Se
puso de pie entre carcajadas, sin poder creer lo que veía. ¡¿Un perro?!, ¡¿Papá
Noel le había traído un perro?! ¡¿En serio?! ¡¿Ese cachorrito era suyo?! ¡Imposible!
Con
el pequeño cócker aún enredado al cuello, lamiéndole la oreja con descaro,
rasgó el sobre que acompañaba a su regalo y empezó a leer:
Berta, querida niña, creces
y comienzas a olvidarme. La ilusión es una magia poderosa. Poderosa pero frágil.
Y tu corazón duda. Es inevitable. Pero, pequeña, no destruyas la ilusión, cuídala.
Su fuerza rescatará tu alma de la decepción, aliviará el desconsuelo y hará florecer
en ti nuevas esperanzas. No creas solo lo que tus ojos ven.
Cada vez que un niño
pierde la fe y niega la magia, una esquirla de tristeza atraviesa el corazón
del Polo. Lo agrieta y lo desgarra. Un efímero iceberg nace entonces de las
aguas. Y, a la deriva, sin alivio ni consuelo, escarcha sobre el mar sus lágrimas
de hielo.
Crees haber desenmascarado
mi secreto. Tal vez sí. Tal vez no. Los milagros se esconden en lo inesperado y
la capacidad de asombro es infinita. No renuncies al hechizo de este día, niña,
el más bello, el más dulce y delicado, el más feliz entre todos los del año. Cede
ante su embrujo y déjate apresar por su misterio.
Con amor,
Noel
P.D.: ¿Existe la emoción,
la bondad, la alegría, la poesía, la ternura...? No las vemos pero están y, si
alguna vez me necesitas, ellas te devolverán mi nombre.
Había
comenzado a nevar. El cielo tejía entre los copos su mensaje: «¡Feliz Navidad!».