I
Martín
despertó al amanecer sobresaltado por el repiqueteo de la lluvia en los
cristales y una pesadilla que de inmediato olvidó. Se sentó sobre la cama y, a
oscuras, enredado todavía en las extrañas sensaciones del mal sueño, permaneció
un instante escuchando la tormenta a la espera de que, poco a poco, se calmaran
aquellos golpes de tambor que tan descontrolados retumbaban en su pecho. El día
apenas comenzaba a clarear pero seguro de que no podría ya volver a dormir,
decidió levantarse. Buscó bajo la cama sus viejas zapatillas, bostezó perezoso,
acarició la peluda cabecita de Blacky que, hecho un ovillo, roncaba sobre la
alfombra y se acercó a la ventana.
Llovía. Había llovido sin parar casi desde el día en que llegó, a punto estaba
ya de cumplirse una semana y todavía se veía el cielo tan encapotado aquella
mañana, que por completo abandonó el niño toda esperanza de corretear por los
campos, libre y a sus anchas, recorrer sobre su bicicleta como siempre hacía, con
paciencia y abnegado espíritu de explorador cada rincón y construir por fin, también
como cada verano, su refugio secreto entre los álamos del río.
Martín
adoraba las vacaciones en casa de los abuelos. La libertad, la falta de
horarios, los mimos, los incontables animales de todo tipo −zorrillos, gatos,
ardillas, patos...− que de inmediato, sin condiciones ni problemas, le permitían ellos incorporar a su particular
zoológico, la vida tan pausada, casi de otro tiempo, de aquel escarpado
pueblecito norteño rodeado de cerros y montañas, tan diferente a la que llevaba
en la ciudad, a sus once años recién cumplidos, eran para él toda una aventura
y pronto consolaban la larguísima y obligada separación de sus padres a los que
en todo el verano apenas si vería ya un par de fines de semana. Ni siquiera
llegaba a echar de menos −¡quién lo hubiera dicho!− la omnipresente conexión
wiffi a la que durante el invierno vivía atado y que por supuesto en el pueblo
brillaba por su ausencia.
Pero
aquel año sus planes no marchaban bien. Nada bien. La lluvia los estaba desbaratando
por completo. Y se aburría.
Al
fin, cansado de contemplar la tempestad, todavía en pijama y zapatillas, abrió
la puerta de la habitación y seguido por el fiel y pequeño Blacky, ya bien
despierto y listo como siempre para acompañarle, se dirigió a la cocina. Sus
tripas reclamaban el desayuno y la boca se le hacía agua sólo con pensar en el enorme
tazón de cacao que tomaba todos los días y aquellas galletas tan ricas que la
abuela Julia había horneado para él la tarde anterior. Pero era todavía tan
temprano y estaba a esa hora la casa tan silenciosa que temió armar demasiado
escándalo al trastear entre los cacharros de la vieja cocina. No quería
despertar a los abuelos antes de tiempo y, en cualquier caso, seguro que no
tardarían mucho en levantarse, los dos eran siempre muy madrugadores.
Así
pues, decidió esperar un poco, vagabundeó un buen rato en la penumbra de las
habitaciones vacías sin encontrar nada con lo que entretenerse hasta que al
fin... Sí, al fin tuvo una idea. No una idea cualquiera, no. Una idea
absolutamente genial. ¡Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes!
Nunca le dejaban subir al desván, era lo único que, por algún motivo que no le
contaba, el abuelo Tomás le tenía prohibido, así que aquel era el momento
perfecto. Nadie se iba a enterar.
Corrió
a su habitación en busca de la linterna que guardaba en la mesita de noche,
cargó al pequeño cocker bajo el brazo tratando de evitar el más mínimo ruido y,
de dos en dos, trepó los escalones dispuesto a descubrir los secretos y tesoros
que, como todo buen desván que se precie, seguro habría también el suyo de
guardar.
Descorrió
con sigilo la cerradura, abrió la puerta y se detuvo un instante en el umbral
sobrecogido por la oscuridad, estremecido de repente por una sensación extraña
que si no era miedo mucho se le parecía. Blacky se removió nervioso entre sus
brazos, lo dejó en el suelo y en menos de un segundo, a la velocidad del rayo,
el animalillo huyó despavorido escaleras abajo. ¡Menudo escudero valiente!, se
dijo Martín, burlándose quizás de su propia aprensión y entrando decidido en
aquella habitación que, bien mirado, tampoco parecía tener nada de particular.
En un rincón yacía una vieja mecedora muy
destartalada, un balancín, una casita de muñecas −de mamá o de la tía Nadia tal
vez, aunque apostaría sin dudar a que era de mamá− una vieja colección de
cuentos algo mohosos y maltrechos... Nada inquietante.
Ya
mucho más tranquilo y confiado avanzó unos pasos, descubrió un espejo sólo a
medias cubierto por un tupido velo de terciopelo verde. Frente a él un despellejado
sillón de cuero marrón. Se sentó con cuidado y se asombró de lo cómodo que
resultaba todavía. Se estaba bien allí,
la verdad, no comprendía por qué se
había asustado tanto un momento antes, ¡qué tontería!
A la luz de la linterna, justo en la esquina
opuesta a donde él se encontraba, llamó su atención un objeto sobre el suelo
que, al acercarse, descubrió era una lupa muy grande, muy antigua y por
completo cubierta de polvo, atravesada sobre lo que, a primera vista, parecía un
libro abierto por la mitad pero que en realidad resultó finalmente no ser un
libro sino un álbum de fotos, también muy antiguo y empolvado. Recogió ambas
cosas con cierta curiosidad, se colgó al cuello un medallón circular que cayó
al sacudir las páginas del álbum y regresó al sillón dispuesto a examinar su
botín.
No
se trataba de una colección de fotos familiares como en un primer momento pensó
sino de las más fascinantes y bellas escenas de naturaleza que hasta entonces él
hubiera visto: estampas de árboles inmensos y majestuosos, de frondosos bosques
y selvas de espesa y enmarañada vegetación, de fauna salvaje y sólo en algunas
de ellas, muy pocas, aparecían también personas reunidas siempre en pequeños
grupos y ataviadas con unos extraños atuendos que el niño no fue capaz de
ubicar en un espacio y un tiempo concretos.
Pasaba distraído de una imagen a otra, cuando
de pronto algo le sobresaltó. Un muchachito de cabello negro, piel color ámbar
y almendrados ojos de gato le miraba inquisitivo desde una de las últimas
páginas del cuaderno. Y esa mirada le dejó sin respiración.
Posó
sobre su rostro la lupa y lo observó con detenimiento. Aquel niño se parecía
tanto a él... ¡Pero si hasta tenía, justo como él, los ojos de diferente color:
uno verde y otro azul! Eso era de verdad algo raro, muy muy raro. No conocía a
nadie con semejante peculiaridad y sabía que a poquísima gente en el mundo le
ocurría.
Estupefacto
y sin saber qué pensar, Martín se levantó de la butaca y se colocó frente al
espejo. Buscó en él su reflejo. No lo encontró. Y lo que vio lo dejó
paralizado.
II
Los
espíritus lo llamaban a voces y de ningún modo podía Dasán ignorar su llamada.
Sabía con certeza que su tiempo entre los vivos se agotaba pero no tenía miedo.
Al contrario, en lo más hondo de su corazón sentía una extraña mezcla de
curiosidad y alegría que tal vez no fuera sino alivio y a cada instante se
descubría anhelando la llegada de aquella cita crucial. Que todos vamos a morir
es lo único seguro, había repetido en infinidad de ocasiones a su joven
discípulo. También que el momento de la muerte escrito está en cada destino desde
mucho antes de nacer y sólo llega al concluir el trabajo que a cada hombre le
ha sido encomendado en esta tierra. Es entonces que queda libre el alma para
volar por fin hacia otros mundos. Así él lo sentía y así, decía, había siempre sucedido.
Nada hay en la vida permanente, había explicado con paciencia infinita
centenares de veces a quien le quisiera escuchar. Todo cambia, muere, se
descompone y se renueva en un ciclo perpetuo bajo nuevas formas, perfiles y
apariencias.
Estaba
ahora su cuerpo viejo y muy cansado y ya su espíritu ansiaba volar. Su tiempo
se había cumplido.
Perdida
la mirada en la belleza del paisaje, en el azul cobalto del cielo, en las
blanquísimas y luminosas cimas nevadas que leales y feroces custodiaban el
Valle de los Diez Picos, reflexionaba Dasán ese atardecer sobre su vida, sobre
el futuro de su aldea y de su gente y, sin remedio, su pensamiento volaba hacia
Takoda. Era aquel muchacho quien muy pronto habría de sucederlo como jefe
espiritual de la tribu. Lo había entrenado bien y, pese a su juventud, lo sabía
preparado. Latía en su pecho un corazón valiente y puro, había demostrado
voluntad y coraje para cumplir su misión, aprendido las artes de la
adivinación, poseía el sagrado don de la curación y, por encima de todo, la
fortaleza precisa para cruzar sin temor la intangible frontera que separa el
mundo material del invisible mundo de los sueños, del misterio y lo
sobrenatural.
Lo
vio llegar de lejos, como siempre junto a Lobo, ligero, silencioso, envuelto en
su áspera piel de búfalo y cargado de plantas curativas. Alegre y sonriente, depositó
el muchacho el canasto que portaba a los pies de su maestro, lo saludó con
respeto y se sentó junto a él. Tras las montañas el sol se ocultaba lentamente
y las sombras de la tarde cubrían poco a poco la llanura. El frío era intenso. La
civilización parecía quedar muy lejos de allí y apenas resultaba en ese
instante una ilusión. No lo era. El hombre blanco había llegado también hasta
aquel remoto confín y, soberbio e implacable como era, amenazaba con destruir el
modo de vida de un pueblo −el suyo− que durante siglos había sobrevivido sin
contacto alguno con el mundo exterior, al margen de todo progreso material y en
perfecta armonía con la naturaleza. Defender sus creencias y tradiciones, el
ritmo lento e inmutable que hasta entonces había tenido allí la vida, sería la
misión de Takoda. Difícil misión, sin duda. Dasán le había mostrado el camino.
No podrían recorrerlo juntos mas su espíritu lo acompañaría y guiaría siempre. Entre
los dos encontrarían, seguro, el modo de comunicarse.
Takoda
adoraba al viejo chamán. Había cuidado de él con devoción de padre desde el día,
muchas lunas atrás, en que, desnudo y aterido, vivo casi por milagro, lo halló a
la puerta de su choza. Aquel niñito de piel dorada y expresión serena que
sonreía en lugar de llorar, robó de inmediato su corazón. No se dio cuenta en ese
primer instante pero al descubrir en el color de sus ojos −uno verde y otro
azul− el signo de los elegidos como enlace por los dioses, a transmitirle toda
su sabiduría y su poder con fervor consagró su vida.
«Tu
momento se acerca, hijo mío» le dijo alzándose con cuidado, aferrado al grueso
cayado con que afianzaba sus pasos, ya tan inseguros, dispuesto a regresar al
poblado antes de que se extinguiera por completo aquella última luz del día. «Muy
pronto habré de partir, ambos lo sabemos, mas nada temas. Recuerda siempre que somos
tan sólo aquello que pensamos, que son nuestros pensamientos, ellos nada más,
los que construyen el mundo y que cada vez que en tu mente me invoques yo
estaré contigo. Nunca lo dudes».
Secó
con ternura una lágrima que rodaba por la mejilla del muchacho, tomó entre las
suyas sus manos y en ellas depositó con reverencia el mágico y poderosísimo
talismán que un momento antes colgaba de su cuello. «Jamás desprecies su
poder», susurró, muy ronca la voz, al borde mismo del llanto, «si
en él con fe ciega confías alumbrará siempre tus sombras, aliviará tus
angustias, consolará tus soledades e iluminará los más hondos abismos de tu
corazón. Tu futuro paso a paso guiará como un día guió mi pasado».
Fue
entonces que Takoda comprendió lo que el maestro pretendía y se asustó. Se
sentía muy lejos de haber alcanzado la preparación necesaria para ser el jefe
espiritual de su pueblo. No creía merecer tal honor pero por nada del mundo
estaba dispuesto a romperle la esperanza a aquel hombre bueno y valiente que de
tal modo afrontaba el final de sus días. Así pues, aceptó tembloroso el valioso
regalo que con tanta generosidad su mentor le ofrecía y en silencio al cielo
rogó ser digno de tan inmensa confianza y tan alta expectativa.
III
Inmóvil
frente al espejo, Martín creía soñar. El calor era de pronto insoportable, sudaba,
apenas podía respirar y cada vez se encontraba
más aturdido. Comenzó a balancearse a un lado y a otro, muy despacio, como movido
al son de un ritmo secreto y en pocos segundos entró en un estado similar al
trance. Sintió como su espíritu se elevaba, como se desprendía del cuerpo y a
velocidad de vértigo volaba lejos, muy lejos de allí: lejos del desván, de su
casa, de su mundo... hasta llegar a un lugar donde el tiempo no se medía en
horas, meses o años sino en amaneceres, mareas, estaciones, lluvias... un lugar donde el tiempo parecía no existir.
A vista de pájaro contempló vastas y verdes
praderas por las que corrían bisontes y búfalos, abedules centenarios cuyas
hojas parecían tejidas como encaje por delicadas telarañas y gotas de rocío, espumosas
cataratas que a la tierra su carga vertían directamente desde el cielo, aves
sin nombre de alegre y atrevido plumaje, águilas majestuosas que en su vuelo la
nubes desgarraban sin piedad, hombres −unos a pie, otros a caballo− con cintas y
tiras de cuero atadas en los brazos, silenciosos y ligeros, casi invisibles, cual
tenues fantasmas.
Y
asombrado descubrió que nada de todo aquello le resultaba desconocido.
De
improviso, muy veloz, giró la rueda de la vida y de los tiempos y el escenario
cambió de golpe. Una luna llena, fría y muy pálida iluminaba ahora un valle que
ardía de rabia y sangre. Cargados de oscuros presagios atronaban los tambores.
Feroces vientos de guerra recorrían las aldeas. Machetes, flechas, lanzas,
cuchillos.... Inclemente fragor de batalla. Relámpago y trueno de pólvora y disparos...
Oscuridad, odio, codicia, cenizas... Danzas de muerte tétricas y sagradas.
Aterrado
por tan horribles visiones, temblando de miedo y desconcierto, quiso Martín
gritar y no pudo. Atascado quedó el grito en su pecho.
Y
entonces... Muy suave, muy lento y muy
bajito, un susurro apenas perceptible, una voz sin rostro cargada de amor y de ternura,
así le habló: «El mundo es un lugar irracional y misterioso, hijo mío,
mas nada temas. Contigo estoy. Nada se perdió en la niebla del olvido. A tu
lado tus destinos padezco. Desde siempre y para siempre. Tus pasos acompaño,
protejo y guío. Tus sueños cuido».
Un
huracán de emociones y sentimientos sacudió su alma. Entre sus pliegues se
mezclaban la alegría y la nostalgia, el valor se confundía con el miedo, la
tristeza con la calma.
Al
fin, rendido de sorpresa y de fatiga, casi sin darse cuenta, soltó el niño los
lazos que lo ataban a ese mundo insólito y suavemente de él marchó.
Un
estrépito de cristales rotos lo sacó bruscamente del ensueño. Un rumor de
bosque y un penetrante aroma a tierra mojada flotaba en el aire. En sus ojos
una sombra de delirio. En su mente la misma impresión de pesadilla con que
despertó al amanecer.
Parado
en mitad del desván, rodeado de cientos de cristalitos diminutos, no acertaba Martín
a comprender lo ocurrido. A ver cómo le explicaba ahora a la abuela semejante estropicio,
pensó anticipando enfado y regañina, algo inquieto y todavía muy confundido.
Con
mucho cuidado para no cortarse formó un montón con todos los cristales
desperdigados por el suelo y los arrastró hasta el rincón donde había
descubierto el álbum de fotos, los cubrió con el velo de terciopelo verde que
había colgado antes del espejo y regresó al sillón dispuesto a dejarlo todo
como lo había encontrado. Abrió el álbum por la mitad, lo llevó junto a los maltrechos
restos del espejo, colocó sobre él la lupa y, tras un último vistazo, satisfecho
con el resultado, se dispuso a marchar.
Acurrucado
a mitad de la escalera, algo mohíno y seguro avergonzado por su cobardía, lo
esperaba Blacky. Sonrió Martín al verlo, se agachó con cuidado a recogerlo y al
notar entonces el bamboleo del medallón sobre su pecho cayó en la cuenta de su olvido.
Giró sobre sus pasos dispuesto a regresar al desván pero de golpe algo lo
detuvo en seco. Sentía claramente el roce del amuleto sobre su piel y por
alguna razón su tacto lo calmaba. Algo leve y muy cálido parecía rozar su
corazón. Dudó un instante detenido frente al umbral que tanto le había asustado
cruzar poco antes y al fin decidió que, si hasta entonces no lo habían hecho,
nadie habría de echar de menos ahora su pequeño tesoro. Ocultó el medallón bajo
la chaqueta del pijama, bajó de nuevo los escalones, guiñó con picardía un ojo a Blacky y,
sabiéndose los dos dueños de un formidable secreto, alborotados, hambrientos y
nerviosos tras tantas emociones, marcharon al fin a desayunar.
Este
relato aparece publicado en el nº 41 (julio 2019) de la revista "El Narratorio".
Idea original Lola O. Rubio (Blog Tertulia de Escritores)
Tremenda la historia de Martín. El regreso a los pueblos, a lo rural, y la desconexión al Wifi, debería ser asignatura obligada para los más pequeños. Por otra parte, el desván como figura entre real, y metafórica nos lleva en estos tres hermosos actos a conectar con el pasado, presente, y probablemente con el futuro de tu protagonista.
ResponderEliminarEnhorabuena Marta por la inclusión en El Narratorio.
Esa desconexión tan necesaria a veces para jugar e imaginar, ¿verdad?. Me alegro mucho de que te haya gustado el cuento, Miguel. Demasiado largo quizá para el blog pero no quería publicarlo por partes. Muchísimas gracias.
EliminarUna historia fantástica, ¿paranormal?, que describe un viaje a otro tiempo muy remoto del que, de forma misteriosa, el chico parece proceder. Una experiencia singular que, sin duda, a cualquiera de nosostros nos marcaría para siempre, jeje.
ResponderEliminarMe ha encantado.
Un abrazo.
Un cuentecito fantástico, sí. Muchísimas gracias, Josep. Me alegro de que te haya gustado:)
EliminarUn cuento magnifico.Con una excelente narración nos introduces en un deja vú de Martín, el niño protagonista. Tus descripciones e imaginación no me dejan lugar a dudas de tu bagaje como escritora.
ResponderEliminarMe considero creadora, en mi blog hay algunos0 ejercicios sencillos para quién los desee realizar.
Mi total enhorabuena. Un abrazo literario
Gracias, Lola. Generosísima siempre. Un beso.
EliminarMe encantó tu cuento, Marta, tu prosa atrapa y tu modo de contar es tan encantador como el personaje niño. Lo he disfrutado mucho. Un beso!
ResponderEliminarMil gracias, Ariel. Me alegro muchísimo de que te haya gustado. Un beso.
Eliminar