«Toc-toc-toc,
toc-toc-toc», taconeaba impaciente a la puerta del café. Revisó el móvil por
enésima vez y comprobó la hora en el reloj. «Llego en diez minutos», había
escrito Jorge hacía exactamente treinta y siete minutos y quince segundos.
Siempre igual, pensó Marina, notando cómo el enfado hervía en su interior. Diez
minutos que se expandían como un agujero negro: veinte, treinta, cincuenta, lo
que hiciera falta. Luego él aparecía
como un vendaval: una sonrisa, un beso, un «Marina, cariño, no te enfades, ha
surgido un imprevisto» y... hasta la próxima vez.