miércoles, 21 de agosto de 2019

A contracorriente




La luz del sol poniente declinaba veloz. El mar estaba en calma y cientos de chispitas danzaban juguetonas al ritmo de las olas, estrellas diminutas que punteaban la marea con relámpagos de cristal, espuma y plata. Un caleidoscopio de colores −ocres, cobaltos, escarlatas, esmeraldas− teñía las aguas y sobre ellas un enredo de nubes, sombras y brumas cubría poco a poco el azul del cielo. Comenzaba el viento a virar y había en sus remolinos un presagio de lluvia, una advertencia de tormenta, casi una amenaza, que quizá aquella misma noche se cumpliera.
Desde el puente de mando el capitán de El Sueño de los Mares contemplaba caer la tarde con un apunte de melancolía, silencioso e inmóvil, un cigarrillo a medio consumir entre los dedos, la voz de Billie Holiday susurrando de fondo antiguas melodías, sobrecogido de pronto por la belleza, por la fugacidad y la magia de aquel espejismo tenue y sutil, de aquel instante etéreo y frágil que, aún no pertenecía a la noche pero tampoco ya correspondía al día. Viejo marino sin suerte, otras islas, otras costas, otras tempestades y otros mares, su corazón aventurero en silencio añoraba. Y, en secreto, algunas veces, en atardeceres como aquel, justo al hundirse el sol entre las aguas, al dios de los océanos rogaba su amparo y con fervor suplicaba una oportunidad, el milagro que lo hiciera regresar a un mundo antiguo y casi olvidado, a un mundo que fue suyo una vez, que luego −no recordaba razón ni causa o quizá sí pero ya poco importaba− había perdido y no era ahora más que una leve sombra anclada con dulzura y timidez a su memoria.  
La sirena que advertía la proximidad de la cena lo sacó del ensueño. Suspiró contrariado y se dispuso a prepararse. Su vida anterior quedaba lejos, muy lejos de allí, galernas y mistrales hacía ya mucho le torcieron el rumbo y no era ya tiempo de culpas, arrepentimientos ni lamentos. Tampoco era el suyo, si bien lo pensaba, un mal puesto. No, al contrario, muchos considerarían aquel empleo elegante, sofisticado, incluso divertido, se dijo al  fin, sacudiendo su mente de recuerdos y fantasmas. Sucedía que, a veces, la rutina y ese eterno e inacabable periplo que repetía sin tregua una y otra y otra vez −de Barcelona a Marsella, de Marsella a Génova, de Génova a Nápoles, de Nápoles a Messina, de Messina a Barcelona y de nuevo vuelta a empezar− lo agotaba y lo hacía sentir un ratoncillo aturdido y tontorrón gira que te gira en una rueda infinita, sin destino ni final. Esa imagen dibujó en su ya canosa y algo desaliñada barba de marino una sonrisa breve y melancólica, consultó la hora en su reloj y decidió llegado el momento de bajar al comedor. Por alguna razón que, cierto es, a él se le escapaba, la cena junto al capitán, en su mesa y con sus oficiales, era uno de los divertimentos −excesivo le resultaba decir honores− que el pasaje de aquellos cruceros, tan decadentes y trasnochados que casi parecían ahora sacados de otra época, más disfrutaba y no debía por ello retrasarse.
Escuchó a lo lejos los primeros compases de la orquesta y un ligero rumor de conversaciones, brindis y risas que el continuo trepidar de máquinas allá abajo en las entrañas del barco, no logró eclipsar. Adivinó parejas vestidas de gala, burbujas de champán, románticas velas prendidas en las mesas...
Una gaviota que planeó majestuosa sobre cubierta distrajo su atención. Giró sobre sí mismo siguiendo su vuelo y entonces, al alzar los ojos... Entonces fue cuando la vio.
Y un latido de menos palpitó en su corazón.
Hielo y muerte en la mirada. Humillación, rabia, vergüenza, impotencia y asombro en lo más hondo del alma. Suyos de pronto el desamparo y la desolación.
A la deriva, solitaria, maltrecha, desmadejada, una maleta se mecía suavemente, arriba y abajo, entre las aguas. Ningún otro signo en torno a ella de naufragio. Sólo frío y silencio. Y dolor. Y miedo.
Una maleta. Una vieja maleta anónima y ya sin dueño cargada de ilusiones, de sueños, de esperanzas... de polvo y nada, de almas rotas arrastradas por los vientos, de vidas desamparadas sin futuro, sin suerte ni destino que contra las costas de la vieja Europa, de su frivolidad y cruel indiferencia, fueron a estrellarse, mudas e invisibles, una noche cualquiera de tormenta. Tristes notas malsonantes quebrando a destiempo, sin permiso, acusadoras, imprevistas... ritmos, cadencias y armonías, desenmascarando traiciones, ficciones y mentiras.




Imagen: Eduardo Úrculo


Relato publicado en la Antología "A punta de relato". Valencia Escribe. Abril 2019.



martes, 20 de agosto de 2019

Confesiones de un marino



Aparecieron de la nada. Apenas había amanecido, el mar estaba en calma y el cielo sin estrellas, cuando desde la cofa del palo mayor, en lo más alto del puesto de observación, el grito del vigía dio la voz de alerta. Todos los miembros de la tripulación corrimos entonces a cubierta para contemplar como la espesa cortina de niebla que a esa hora aún nos envolvía, se transformaba como por ensalmo en una magnífica y desafiante escuadra naval. Medio centenar de navíos de línea, de galeones, de corbetas y fragatas, navegaba rumbo norte hacia nosotros, todas las velas desplegadas, bien pertrechados y listos para el combate.
Era el verano de 1780. Escoltados por la flota del Canal de la Mancha, habíamos zarpado del puerto de Portsmouth muy pocos días atrás. Cincuenta y cinco buques que en un punto secreto (eso creímos) del Atlántico habríamos poco después de dividirnos y que hasta entonces tendría yo bajo mi mando. Unos partirían luego rumbo a la India como apoyo a la guerra colonial que allí se libraba. Otros hacia las colonias de ultramar portando un valiosísimo cargamento de armas, pólvora, provisiones, lingotes y monedas de oro. Mantener operativa a la esforzada y ya muy exhausta flota británica que, durante cinco larguísimos años había luchado por sofocar la rebelión desatada en aquella parte del mundo era en realidad la principal misión de nuestra expedición.
Navegar alejados de las costas ibéricas y de las rutas comerciales fueron nuestras órdenes. Evitar un encuentro con navíos españoles o franceses −aliados ¡cómo no! de los sublevados− resultaba vital. No lo logramos.
No sé como ocurrió. Los malditos españoles −¡malditos! ¡malditos todos sean!− nos tomaron por sorpresa. Con la primera luz del día, aquella madrugada del nueve de agosto, se torció nuestra suerte y, en medio del océano, aislados y rodeados de velas enemigas, nos encontramos cercados por completo. Muy poco después, se desató el infierno.
La batalla fue feroz. De los costados de los navíos, durante horas, tronaron los cañones en una interminable sucesión de fogonazos y ensordecedoras estampidas. Densas nubes de humo blanco cubrieron el cielo por un tiempo que parecía no tener fin, ocultando tras ellas jarcias, velas y cascos.  Inmisericorde y brutal retumbó la artillería mientras crepitaba en las cubiertas de los barcos el fuego de mosquetes, de arcabuces y fusiles. Remolinos de fuego y pólvora incendiaron el océano. Palos tronchados, cubiertas destrozadas, obenques cayendo de los mástiles, nubes de astillas, balas, metralla, gritos, sangre, muerte y devastación.
Tantos años después, aún hoy tortura mis insomnios el recuerdo de aquella jornada fatídica y terrible. Cierro los ojos y, puntuales, regresan mis fantasmas. Voces y rostros, acusadores y severos, reaparecen ante mí. Con ellos el olor a salitre y a pólvora quemada, el estrépito de disparos y explosiones, la confusión, el desconcierto, el dolor, la impotencia, el miedo.
Cincuenta y dos buques fueron aquel día capturados, más de tres mil soldados apresados, toda la mercancía confiscada. Innegable fue la victoria española y catastrófica para la corona inglesa −bien lo sé− resultó nuestra derrota.
¿Qué puedo decir? La superioridad del enemigo era tan abrumadora. Nada pudimos hacer. Imposible era evitar el desastre. Y sin embargo...
Un peso terrible carga desde entonces mi conciencia. Los abandoné. Los buques de escolta huían en desbandada y, camuflado entre su tripulación, sin apenas pensar en lo que hacía, con ellos yo −John Moutray, capitán de la marina real de guerra, al servicio siempre de su majestad− me di a la fuga.  Abandoné a mis hombres. Sí, eso fue lo que hice. Que Dios o el Diablo me perdonen pues no hay, para un marino, mayor cobardía ni más irreparable traición.
Nada puedo alegar en mi favor más allá de un arrepentimiento largo y sincero; de los escrúpulos y remordimientos que, a toda hora, arruinan desde entonces la paz de mi alma; de esta tardía y del todo  inútil confesión.
Pagué mi pecado, cierto es. Fui juzgado. Cumplí condena. Expié mi culpa. Y, sin sobresaltos, prosiguió mi vida. Jamás, sin embargo, ni un solo instante, en lo más hondo de mi corazón, me mantuve a salvo del deshonor y la vergüenza. Jamás hallé la calma. Jamás ante mí mismo perdoné aquella lejana y tan bochornosa deshonra. Y jamás, nunca jamás, olvidé un nombre. El nombre del enemigo, del héroe, del más audaz adversario... El nombre del almirante que aquel verano aciago, quizá sin saberlo, seguro sin pretenderlo, destrozó sin remedio mi vida.
¡Malditos! ¡Malditos españoles! ¡Maldito Luis de Córdova! ¡Malditos todos sean!








Relato publicado en la Antología "A punta de relato". Valencia Escribe. Abril 2019.



viernes, 9 de agosto de 2019

La única historia. Julian Barnes - Reseña



"Siempre serás un soldado herido que aún puede caminar"

"¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos? Creo que, en definitiva, esa es la única cuestión", así comienza esta última novela del británico Julian Barnes, "La única  historia" (Editorial Anagrama), una profunda reflexión toda ella en torno al amor, al paso del tiempo y su memoria, a la nostalgia.
Al regresar de la universidad para pasar el verano en casa de sus padres, Paul se apunta a un club de tenis donde conoce a Susan Macleod, una mujer de cuarenta y  ocho años, casada y con dos hijas ya  mayores.
La relación (mucho más que una aventura de verano) en la Inglaterra de los años sesenta entre este joven inexperto y la mujer madura, inteligente e ingeniosa que él evoca ahora mucho tiempo después, es el punto de partida de un relato que, desde la ilusión al desencanto, recorre todas las fases de un amor tan único como universal.
Una historia que habla de inocencia y de dolor, de entrega y egoísmo, de pasión y decepción, que nos enfrenta al paso del tiempo, a las heridas del amor (desamor) y al modo en que afrontamos el pasado.
“Todo el mundo tiene su historia de amor. A veces ves una pareja que parece morirse de aburrimiento juntos y no te imaginas que puedan tener algo en común o por qué siguen viviendo juntos. Es porque en su día tuvieron su historia de amor. Todo el mundo la tiene. Es la única historia”.
En un tono muy intimista, con sutiles toques de humor e inmensa melancolía, construye el autor una narración lúcida y brillante, intensa, contenida y muy bella que atrapa y conmueve de principio a fin.

sábado, 3 de agosto de 2019

Abre la puerta. Alena Collar - Reseña



"...Y se endulza el aire y la tarde se aquieta y nieva belleza"

Treinta relatos integran esta nueva antología −"Abre la puerta" (Editorial Talentura)− con la que Alena Collar nos asoma a la rutina y cotidianeidad de un grupo de mujeres unidas únicamente por el anonimato y la invisibilidad con que en apariencia transcurren sus vidas. Mujeres en quienes apenas detenemos un instante la mirada, que forman parte del paisaje que compone nuestro día a día (la señora que cruza una calle camino del mercado, la dependienta de un comercio, la estudiante universitaria...) y que podríamos ser en realidad cualquiera de nosotras. Es la historia de esas vidas ajenas que atisbamos un segundo para perder de nuevo y de inmediato entre la multitud lo que cuentan estos relatos: los miedos, el desamparo, la soledad, los dolores callados, las apariencias... el vértigo de vivir.
Con un estilo muy directo, deteniéndose con cuidado en el detalle y los silencios (importantísimos los silencios en la mayoría de estas historias) atrapa la autora un pedacito de la vida y de la más honda intimidad de sus protagonistas. Las inmortaliza al narrarlas haciéndolas así existir para siempre porque como ella misma dice "si las lees no morirán nunca".