miércoles, 17 de julio de 2019

Azul turquesa, verde esmeralda



I
Martín despertó al amanecer sobresaltado por el repiqueteo de la lluvia en los cristales y una pesadilla que de inmediato olvidó. Se sentó sobre la cama y, a oscuras, enredado todavía en las extrañas sensaciones del mal sueño, permaneció un instante escuchando la tormenta a la espera de que, poco a poco, se calmaran aquellos golpes de tambor que tan descontrolados retumbaban en su pecho. El día apenas comenzaba a clarear pero seguro de que no podría ya volver a dormir, decidió levantarse. Buscó bajo la cama sus viejas zapatillas, bostezó perezoso, acarició la peluda cabecita de Blacky que, hecho un ovillo, roncaba sobre la alfombra  y se acercó a la ventana. Llovía. Había llovido sin parar casi desde el día en que llegó, a punto estaba ya de cumplirse una semana y todavía se veía el cielo tan encapotado aquella mañana, que por completo abandonó el niño toda esperanza de corretear por los campos, libre y a sus anchas, recorrer sobre su bicicleta como siempre hacía, con paciencia y abnegado espíritu de explorador cada rincón y construir por fin, también como cada verano, su refugio secreto entre los álamos del río.
Martín adoraba las vacaciones en casa de los abuelos. La libertad, la falta de horarios, los mimos, los incontables animales de todo tipo −zorrillos, gatos, ardillas, patos...− que de inmediato, sin condiciones ni problemas, le  permitían ellos incorporar a su particular zoológico, la vida tan pausada, casi de otro tiempo, de aquel escarpado pueblecito norteño rodeado de cerros y montañas, tan diferente a la que llevaba en la ciudad, a sus once años recién cumplidos, eran para él toda una aventura y pronto consolaban la larguísima y obligada separación de sus padres a los que en todo el verano apenas si vería ya un par de fines de semana. Ni siquiera llegaba a echar de menos −¡quién lo hubiera dicho!− la omnipresente conexión wiffi a la que durante el invierno vivía atado y que por supuesto en el pueblo brillaba por su ausencia.
Pero aquel año sus planes no marchaban bien. Nada bien. La lluvia los estaba desbaratando por completo. Y se aburría.
Al fin, cansado de contemplar la tempestad, todavía en pijama y zapatillas, abrió la puerta de la habitación y seguido por el fiel y pequeño Blacky, ya bien despierto y listo como siempre para acompañarle, se dirigió a la cocina. Sus tripas reclamaban el desayuno y la boca se le hacía agua sólo con pensar en el enorme tazón de cacao que tomaba todos los días y aquellas galletas tan ricas que la abuela Julia había horneado para él la tarde anterior. Pero era todavía tan temprano y estaba a esa hora la casa tan silenciosa que temió armar demasiado escándalo al trastear entre los cacharros de la vieja cocina. No quería despertar a los abuelos antes de tiempo y, en cualquier caso, seguro que no tardarían mucho en levantarse, los dos eran siempre muy madrugadores.
Así pues, decidió esperar un poco, vagabundeó un buen rato en la penumbra de las habitaciones vacías sin encontrar nada con lo que entretenerse hasta que al fin... Sí, al fin tuvo una idea. No una idea cualquiera, no. Una idea absolutamente genial. ¡Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes! Nunca le dejaban subir al desván, era lo único que, por algún motivo que no le contaba, el abuelo Tomás le tenía prohibido, así que aquel era el momento perfecto. Nadie se iba a enterar.
Corrió a su habitación en busca de la linterna que guardaba en la mesita de noche, cargó al pequeño cocker bajo el brazo tratando de evitar el más mínimo ruido y, de dos en dos, trepó los escalones dispuesto a descubrir los secretos y tesoros que, como todo buen desván que se precie, seguro habría también el suyo de guardar.
Descorrió con sigilo la cerradura, abrió la puerta y se detuvo un instante en el umbral sobrecogido por la oscuridad, estremecido de repente por una sensación extraña que si no era miedo mucho se le parecía. Blacky se removió nervioso entre sus brazos, lo dejó en el suelo y en menos de un segundo, a la velocidad del rayo, el animalillo huyó despavorido escaleras abajo. ¡Menudo escudero valiente!, se dijo Martín, burlándose quizás de su propia aprensión y entrando decidido en aquella habitación que, bien mirado, tampoco parecía tener nada de particular.
 En un rincón yacía una vieja mecedora muy destartalada, un balancín, una casita de muñecas −de mamá o de la tía Nadia tal vez, aunque apostaría sin dudar a que era de mamá− una vieja colección de cuentos algo mohosos y maltrechos... Nada inquietante.
Ya mucho más tranquilo y confiado avanzó unos pasos, descubrió un espejo sólo a medias cubierto por un tupido velo de terciopelo verde. Frente a él un despellejado sillón de cuero marrón. Se sentó con cuidado y se asombró de lo cómodo que resultaba todavía.  Se estaba bien allí, la verdad, no comprendía  por qué se había asustado tanto un momento antes, ¡qué tontería!
 A la luz de la linterna, justo en la esquina opuesta a donde él se encontraba, llamó su atención un objeto sobre el suelo que, al acercarse, descubrió era una lupa muy grande, muy antigua y por completo cubierta de polvo, atravesada sobre lo que, a primera vista, parecía un libro abierto por la mitad pero que en realidad resultó finalmente no ser un libro sino un álbum de fotos, también muy antiguo y empolvado. Recogió ambas cosas con cierta curiosidad, se colgó al cuello un medallón circular que cayó al sacudir las páginas del álbum y regresó al sillón dispuesto a examinar su botín.
No se trataba de una colección de fotos familiares como en un primer momento pensó sino de las más fascinantes y bellas escenas de naturaleza que hasta entonces él hubiera visto: estampas de árboles inmensos y majestuosos, de frondosos bosques y selvas de espesa y enmarañada vegetación, de fauna salvaje y sólo en algunas de ellas, muy pocas, aparecían también personas reunidas siempre en pequeños grupos y ataviadas con unos extraños atuendos que el niño no fue capaz de ubicar en un espacio y un tiempo concretos.
 Pasaba distraído de una imagen a otra, cuando de pronto algo le sobresaltó. Un muchachito de cabello negro, piel color ámbar y almendrados ojos de gato le miraba inquisitivo desde una de las últimas páginas del cuaderno. Y esa mirada le dejó sin respiración.
Posó sobre su rostro la lupa y lo observó con detenimiento. Aquel niño se parecía tanto a él... ¡Pero si hasta tenía, justo como él, los ojos de diferente color: uno verde y otro azul! Eso era de verdad algo raro, muy muy raro. No conocía a nadie con semejante peculiaridad y sabía que a poquísima gente en el mundo le ocurría.
Estupefacto y sin saber qué pensar, Martín se levantó de la butaca y se colocó frente al espejo. Buscó en él su reflejo. No lo encontró. Y lo que vio lo dejó paralizado.
II
Los espíritus lo llamaban a voces y de ningún modo podía Dasán ignorar su llamada. Sabía con certeza que su tiempo entre los vivos se agotaba pero no tenía miedo. Al contrario, en lo más hondo de su corazón sentía una extraña mezcla de curiosidad y alegría que tal vez no fuera sino alivio y a cada instante se descubría anhelando la llegada de aquella cita crucial. Que todos vamos a morir es lo único seguro, había repetido en infinidad de ocasiones a su joven discípulo. También que el momento de la muerte escrito está en cada destino desde mucho antes de nacer y sólo llega al concluir el trabajo que a cada hombre le ha sido encomendado en esta tierra. Es entonces que queda libre el alma para volar por fin hacia otros mundos. Así él lo sentía y así, decía, había siempre sucedido. Nada hay en la vida permanente, había explicado con paciencia infinita centenares de veces a quien le quisiera escuchar. Todo cambia, muere, se descompone y se renueva en un ciclo perpetuo bajo nuevas formas, perfiles y apariencias.
Estaba ahora su cuerpo viejo y muy cansado y ya su espíritu ansiaba volar. Su tiempo se había cumplido.
Perdida la mirada en la belleza del paisaje, en el azul cobalto del cielo, en las blanquísimas y luminosas cimas nevadas que leales y feroces custodiaban el Valle de los Diez Picos, reflexionaba Dasán ese atardecer sobre su vida, sobre el futuro de su aldea y de su gente y, sin remedio, su pensamiento volaba hacia Takoda. Era aquel muchacho quien muy pronto habría de sucederlo como jefe espiritual de la tribu. Lo había entrenado bien y, pese a su juventud, lo sabía preparado. Latía en su pecho un corazón valiente y puro, había demostrado voluntad y coraje para cumplir su misión, aprendido las artes de la adivinación, poseía el sagrado don de la curación y, por encima de todo, la fortaleza precisa para cruzar sin temor la intangible frontera que separa el mundo material del invisible mundo de los sueños, del misterio y lo sobrenatural.
Lo vio llegar de lejos, como siempre junto a Lobo, ligero, silencioso, envuelto en su áspera piel de búfalo y cargado de plantas curativas. Alegre y sonriente, depositó el muchacho el canasto que portaba a los pies de su maestro, lo saludó con respeto y se sentó junto a él. Tras las montañas el sol se ocultaba lentamente y las sombras de la tarde cubrían poco a poco la llanura. El frío era intenso. La civilización parecía quedar muy lejos de allí y apenas resultaba en ese instante una ilusión. No lo era. El hombre blanco había llegado también hasta aquel remoto confín y, soberbio e implacable como era, amenazaba con destruir el modo de vida de un pueblo −el suyo− que durante siglos había sobrevivido sin contacto alguno con el mundo exterior, al margen de todo progreso material y en perfecta armonía con la naturaleza. Defender sus creencias y tradiciones, el ritmo lento e inmutable que hasta entonces había tenido allí la vida, sería la misión de Takoda. Difícil misión, sin duda. Dasán le había mostrado el camino. No podrían recorrerlo juntos mas su espíritu lo acompañaría y guiaría siempre. Entre los dos encontrarían, seguro, el modo de comunicarse.
Takoda adoraba al viejo chamán. Había cuidado de él con devoción de padre desde el día, muchas lunas atrás, en que, desnudo y aterido, vivo casi por milagro, lo halló a la puerta de su choza. Aquel niñito de piel dorada y expresión serena que sonreía en lugar de llorar, robó de inmediato su corazón. No se dio cuenta en ese primer instante pero al descubrir en el color de sus ojos −uno verde y otro azul− el signo de los elegidos como enlace por los dioses, a transmitirle toda su sabiduría y su poder con fervor consagró su vida.   
«Tu momento se acerca, hijo mío» le dijo alzándose con cuidado, aferrado al grueso cayado con que afianzaba sus pasos, ya tan inseguros, dispuesto a regresar al poblado antes de que se extinguiera por completo aquella última luz del día. «Muy pronto habré de partir, ambos lo sabemos, mas nada temas. Recuerda siempre que somos tan sólo aquello que pensamos, que son nuestros pensamientos, ellos nada más, los que construyen el mundo y que cada vez que en tu mente me invoques yo estaré contigo. Nunca lo dudes».
Secó con ternura una lágrima que rodaba por la mejilla del muchacho, tomó entre las suyas sus manos y en ellas depositó con reverencia el mágico y poderosísimo talismán que un momento antes colgaba de su cuello. «Jamás desprecies su poder», susurró, muy ronca la voz, al borde mismo del llanto, «si en él con fe ciega confías alumbrará siempre tus sombras, aliviará tus angustias, consolará tus soledades e iluminará los más hondos abismos de tu corazón. Tu futuro paso a paso guiará como un día guió mi pasado».
Fue entonces que Takoda comprendió lo que el maestro pretendía y se asustó. Se sentía muy lejos de haber alcanzado la preparación necesaria para ser el jefe espiritual de su pueblo. No creía merecer tal honor pero por nada del mundo estaba dispuesto a romperle la esperanza a aquel hombre bueno y valiente que de tal modo afrontaba el final de sus días. Así pues, aceptó tembloroso el valioso regalo que con tanta generosidad su mentor le ofrecía y en silencio al cielo rogó ser digno de tan inmensa confianza y tan alta expectativa.  
III
Inmóvil frente al espejo, Martín creía soñar. El calor era de pronto insoportable, sudaba, apenas podía respirar  y cada vez se encontraba más aturdido. Comenzó a balancearse a un lado y a otro, muy despacio, como movido al son de un ritmo secreto y en pocos segundos entró en un estado similar al trance. Sintió como su espíritu se elevaba, como se desprendía del cuerpo y a velocidad de vértigo volaba lejos, muy lejos de allí: lejos del desván, de su casa, de su mundo... hasta llegar a un lugar donde el tiempo no se medía en horas, meses o años sino en amaneceres, mareas, estaciones, lluvias...  un lugar donde el tiempo parecía no existir.
 A vista de pájaro contempló vastas y verdes praderas por las que corrían bisontes y búfalos, abedules centenarios cuyas hojas parecían tejidas como encaje por delicadas telarañas y gotas de rocío, espumosas cataratas que a la tierra su carga vertían directamente desde el cielo, aves sin nombre de alegre y atrevido plumaje, águilas majestuosas que en su vuelo la nubes desgarraban sin piedad, hombres −unos a pie, otros a caballo− con cintas y tiras de cuero atadas en los brazos, silenciosos y ligeros, casi invisibles, cual tenues fantasmas.
Y asombrado descubrió que nada de todo aquello le resultaba desconocido.
De improviso, muy veloz, giró la rueda de la vida y de los tiempos y el escenario cambió de golpe. Una luna llena, fría y muy pálida iluminaba ahora un valle que ardía de rabia y sangre. Cargados de oscuros presagios atronaban los tambores. Feroces vientos de guerra recorrían las aldeas. Machetes, flechas, lanzas, cuchillos.... Inclemente fragor de batalla. Relámpago y trueno de pólvora y disparos... Oscuridad, odio, codicia, cenizas... Danzas de muerte tétricas y sagradas.
Aterrado por tan horribles visiones, temblando de miedo y desconcierto, quiso Martín gritar y no pudo. Atascado quedó el grito en su pecho.
Y entonces...  Muy suave, muy lento y muy bajito, un susurro apenas perceptible, una voz sin rostro cargada de amor y de ternura, así le habló: «El mundo es un lugar irracional y misterioso, hijo mío, mas nada temas. Contigo estoy. Nada se perdió en la niebla del olvido. A tu lado tus destinos padezco. Desde siempre y para siempre. Tus pasos acompaño, protejo y guío. Tus sueños cuido». 
Un huracán de emociones y sentimientos sacudió su alma. Entre sus pliegues se mezclaban la alegría y la nostalgia, el valor se confundía con el miedo, la tristeza con la calma.
Al fin, rendido de sorpresa y de fatiga, casi sin darse cuenta, soltó el niño los lazos que lo ataban a ese mundo insólito y suavemente de él marchó.
Un estrépito de cristales rotos lo sacó bruscamente del ensueño. Un rumor de bosque y un penetrante aroma a tierra mojada flotaba en el aire. En sus ojos una sombra de delirio. En su mente la misma impresión de pesadilla con que despertó al amanecer.
Parado en mitad del desván, rodeado de cientos de cristalitos diminutos, no acertaba Martín a comprender lo ocurrido. A ver cómo le explicaba ahora a la abuela semejante estropicio, pensó anticipando enfado y regañina, algo inquieto y todavía muy confundido.
Con mucho cuidado para no cortarse formó un montón con todos los cristales desperdigados por el suelo y los arrastró hasta el rincón donde había descubierto el álbum de fotos, los cubrió con el velo de terciopelo verde que había colgado antes del espejo y regresó al sillón dispuesto a dejarlo todo como lo había encontrado. Abrió el álbum por la mitad, lo llevó junto a los maltrechos restos del espejo, colocó sobre él la lupa y, tras un último vistazo, satisfecho con el resultado, se dispuso a marchar.
Acurrucado a mitad de la escalera, algo mohíno y seguro avergonzado por su cobardía, lo esperaba Blacky. Sonrió Martín al verlo, se agachó con cuidado a recogerlo y al notar entonces el bamboleo del medallón sobre su pecho cayó en la cuenta de su olvido. Giró sobre sus pasos dispuesto a regresar al desván pero de golpe algo lo detuvo en seco. Sentía claramente el roce del amuleto sobre su piel y por alguna razón su tacto lo calmaba. Algo leve y muy cálido parecía rozar su corazón. Dudó un instante detenido frente al umbral que tanto le había asustado cruzar poco antes y al fin decidió que, si hasta entonces no lo habían hecho, nadie habría de echar de menos ahora su pequeño tesoro. Ocultó el medallón bajo la chaqueta del pijama, bajó de nuevo los escalones,  guiñó con picardía un ojo a Blacky y, sabiéndose los dos dueños de un formidable secreto, alborotados, hambrientos y nerviosos tras tantas emociones, marcharon al fin a desayunar.







Este relato aparece publicado en el nº 41 (julio 2019) de la revista "El Narratorio".


            Idea original Lola O. Rubio (Blog Tertulia de Escritores)

martes, 16 de julio de 2019

Un día de verano



Antes de abrir la puerta ni siquiera me miró. Aquella fue su última cobardía. Una mañana ardiente de verano, sin gestos ni palabras de consuelo, con un portazo que sobre mi cuerpo impactó como un disparo, me sacó de sus planes y su vida. Huyó de mi lado por sorpresa, a la carrera, cual alma llevada por el diablo. No pude detenerlo, perdí su rastro en un instante y todo en torno a mí fue de pronto silencio y soledad.
Duele el desamparo.
Duele la ausencia.
Duele el rechazo.
Duele la mentira y duele la derrota.
Han pasado los días y las marcas de su coche en el asfalto se han borrado. Tengo hambre y mucha sed. Y miedo. Las noches aquí son largas y oscuras. El más leve ruido me espanta. No sé cuánto más resistiré. Acurrucado entre las  zarzas que bordean la cuneta, atento al latido sordo de la carretera, apoyo la cabeza entre las patas, cierro los ojos y aguardo con paciencia su regreso. No desfallezco. Sigo esperando. En algún momento −a esa ilusión mi lealtad traicionada se aferra− culpable y arrepentido, regresará, quizá, él a buscarme.









Relato publicado en el nº 1 (Septiembre 2019) de la revista "El Tintero de Oro Magazine".



jueves, 11 de julio de 2019

Los niños. Edith Wharton - Reseña.




Su único problema es que son demasiado ricos. Por eso están tan inquietos.

Contemporánea de Virginia Woolf, discípula de Henry James, amiga de Scott Fitzgerald, Jean Cocteau, Hemingway..., Edith Wharton (Nueva York, 1862 - Saint Brice Sous Forêt, 1937) fue la primera mujer en obtener el premio Pulitzer de novela ("La edad de la inocencia"), ser nombrada doctora honoris causa por la  Universidad de Yale y reconocida con la medalla de oro del Instituto Nacional de las Artes y las Letras de Estados Unidos.
Muy respetada en su momento, cultivó con éxito todos los géneros destacando siempre su estilo por una aguda crítica social, frecuentemente disfrazada de ironía, hacia esa clase alta americana de finales del S. XIX de la que ella misma formaba parte y cuyos prejuicios tan bien conocía.
"Los niños", publicado por primera vez en 1928 y recuperado ahora por "Alba Editorial", es uno de los últimos relatos de la autora donde más allá de esa dosis de crítica social habitual en ella, cabe destacar la gran modernidad con que perfila el comportamiento de muchos de sus personajes.
Ambientada en los años veinte del pasado siglo, la trama se centra en la relación que, en el barco donde viaja hacia Europa, un ingeniero americano entabla con un curioso grupo de niños. Decido a poner fin a su vida nómada y compartir la madurez con la mujer de quien se enamoró en su juventud, Martin Boyne embarca en Argel rumbo a Venecia. En esa travesía coincide con los hijos de unos viejos amigos fruto de sucesivos matrimonios y divorcios, un grupo de siete niños encabezado por una adolescente de apenas dieciséis años: Judith, la hermana mayor. Empeñada a toda costa en impedir la dispersión de hermanos y hermanastros, una separación que el comportamiento de los progenitores parece hacer en ese momento inevitable, Judith trata de conjurar la amenaza buscando un hogar cálido y estable para todos ellos.
Atónito frente a la desatención e indiferencia de los padres, cautivado por la arrolladora personalidad de la muchacha, Boyne se unirá de inmediato al plan.
Esa lucha por mantener unidos a los pequeños y salvarlos del capricho de los adultos, constituye el eje central de un relato donde, sin rastro de sentimentalismo, de un modo ágil y muy sutil, nos enfrenta la autora a la soledad y al errático vagabundeo por el mundo (siempre de hotel en hotel, de balneario en balneario, de crucero en crucero...) de los niños y sus institutrices, a la indolencia y superficialidad con que se comportan quienes más debieran protegerlos, a la inutilidad del lujo, el exceso y la sofisticación a los que absurda y egoístamente han anclado sus vidas.
Historia transparente y cargada de buenos sentimientos en torno al amor, la compasión, el desamparo o la soledad, que cautiva de principio a fin.


Reseña publicada en el nº 4 (abril 2020) de la revista "Valencia Escribe".

miércoles, 3 de julio de 2019

En las arenas del Sáhara



Un ruido sordo en el motor lo puso sobre aviso. Algo no iba bien. El avión vibraba, se estremecía, se inclinaba a izquierda y derecha sin control. No lograba el piloto enderezar el rumbo, perdía altura a gran velocidad, de un momento a otro iba a estrellarse, lo supo de inmediato. Desabrochó nervioso el cinturón que lo ataba al asiento del aparato, abrió el cristal de la carlinga y, cegado por un inesperado torbellino de arena, saltó al vacío. Cayó despacio sobre un brillante e inmenso océano amarillo cuyo perfil solo a lo lejos rompía alguna duna solitaria. Prisionero del desierto, aislado del mundo y sin oasis a la vista, una melancolía sin objeto lo invadió de pronto. Cerró los ojos un instante y, al abrirlos, la sorpresa lo dejó sin respiración. Frente a él, un extraño hombrecito lo miraba con descaro. «Dibújame un cordero», susurró. Asombrado, Antoine retrocedió dos pasos. «Dibújame un cordero», repitió el muchacho y, sin saber por qué, entonces él obedeció. Lo hallaron días después, deshidratado y solo. Hablaba en su delirio de un asteroide muy lejano, de un zorro y una rosa.... De un pequeño príncipe que, entre planetas y estrellas, de nube en nube, por el firmamento viajaba.







Segundo premio "Relatos Compulsivos". Octubre 2019

http://estanochetecuento.com/en-las-arenas-del-sahara-marta-navarro/

lunes, 1 de julio de 2019

¿Quién te crees que eres? Alice Munro - Reseña.



"El amor te despoja del mundo "

Publicado por primera vez en 1978 e inédito hasta ahora en castellano, "¿Quién te crees que eres?" (Lumen Editorial) es un libro de cuentos que narra la vida entrelazada de dos mujeres, Flo y su hijastra Rose, a lo largo de cuarenta años. Diez historias que funcionan a la perfección como relatos independientes pero que, leídas de modo lineal, podrían ser también consideradas capítulos de una novela breve.
Con un estilo sencillo y sobrio, Munro nos asoma a la cotidianeidad de estas dos mujeres, dos personajes profundos y contradictorios a quienes presenta en diferentes etapas de su vida para mostrar sus miedos, ambiciones o esperanzas, sus victorias, sus logros y derrotas.
A partir de pequeños detalles, casi desde lo anecdótico, con una enorme habilidad para hacer al lector empatizar con sus protagonistas y un tono a medio camino entre la gravedad y la ironía, la autora teje poco a poco una historia sobre relaciones familiares, punto desde el que aborda todo el arco de emociones inherente a la naturaleza humana: el sufrimiento, la culpa, la necesidad de escapar del propio entorno para construir una nueva vida, el anhelo de libertad e independencia...
Conjunto de relatos para leer despacio, profundo y muy reflexivo, cargado de temas aún hoy plenamente vigentes pese al tiempo transcurrido.
Una prosa brillante y una mirada, la de Munro, que siempre conmueve.