viernes, 23 de diciembre de 2022

Tradiciones

 

Last Christmas I gave you my heart...

¡Feliz Navidad!

All I want for Christmas is you...

¡Felices fiestas!

Santa Claus is comin´ to town...

Una maraña de villancicos y felicitaciones inundaba la ciudad, guirnaldas y luces de colores adornaban las calles, los comercios bullían repletos de gente. Era Nochebuena. Otra Nochebuena idéntica a todas las demás: compras compulsivas, sobreactuación en los gestos, palabras huecas dibujando un espejismo de felicidad.

Silvia atravesó la plaza con prisas. La pequeña fiesta que habían celebrado esa tarde en la oficina sería su única concesión a un estereotipo vacío de esencia. Huyó de la muchedumbre y el estruendo y se refugió un instante en la pequeña iglesia de San Martín. Una anciana pasaba junto al altar las cuentas de un rosario, el aire olía a incienso, en el Nacimiento María y José aguardaban la llegada del Niño. Se sentó en el último banco de la fila, cerró los ojos y dejó que el silencio apaciguara su mente.

La Navidad había sido siempre una época bonita para ella, un tiempo de ilusión que las pérdidas y los años teñían ahora de ausencia. Así es la vida ─se dijo, en un intento por espantar la nostalgia─, una cadena de penas y alegrías trenzada al corazón. Pero a veces los recuerdos dolían y el disfraz de risa con que camuflaba en público su tristeza agrandaba la herida. «No son días para estar sola», repetían una y mil veces sus amigos, empeñados en incorporarla a su maratón de festejos navideño. ¿No lo eran?, ¿por qué no iban a serlo?, ¿qué tenía la soledad para asustar de esa manera? Era necesaria en algunos momentos, pensaba Silvia, curativa y benéfica para el alma. Así lo sentía ella, al menos. Y era precisamente en esos días cuando más necesitaba aislarse del ruido, de la falsa euforia que asaltaba sin razón a grandes y pequeños: cenas y comidas desmedidas, burbujas de champán emborrachando una mentira, avidez en los regalos, cartón piedra en las sonrisas...

Las campanas del reloj de la iglesia al dar la hora la trajeron de vuelta a la realidad. Se levantó con desgana, salió de la capilla y se incorporó de nuevo a la riada de transeúntes que desbordaba las aceras. Las tiendas ya echaban el cierre y un ambiente de preparativos flotaba en el aire.

Llegó a casa con un suspiro de alivio entre los labios, cerró la puerta, giró la llave y solo entonces se notó contenta. Dos largos días se extendían ante ella, sin obligaciones ni compromisos. Con esa idea en la cabeza arrojó por el desagüe de la ducha el cansancio del día, se puso un pijama calentito y recogiendo en una coleta su melena marchó directa a la cocina. Un humeante tazón de chocolate, un bizcocho de nueces y canela... Mmmm, ¡qué rico! Colocó su botín en una bandeja, lo dejó sobre el sofá y encendió el televisor. Los créditos de ¡Qué bello es vivir! en la pantalla la reconciliaron de inmediato con el mundo. Sobre la mesa, Mujercitas y el cuento de Dickens aguardaban su turno. Lista para iniciar su propia tradición navideña, se atrincheró entre mantas y cojines, dio un bocado a su bizcocho y sacudiéndose las migas ─¡ay, qué felicidad!─ sonrió con glotonería.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Plan de estudios

 

Lo mejor de estar enferma eran los cuentos del abuelo. Nadia llevaba una semana en cama con fiebre. Una gripe traidora que pescó por desobediente un día de lluvia ─mamá no la dejaba salir de casa esos días y ella se escabulló sin permiso─ la había confinado a la soledad de su habitación. Solo Nina, el robot enfermera a cargo de vigilar su estado, tenía permiso para entrar a verla. Tres veces al día, la androide medía su temperatura, comprobaba las constantes de la niña y enviaba a la madre un informe  detallado sobre su evolución. Los hologramas de mamá y papá también la acompañaban de vez en cuando. Flotaban unos minutos en el aire, contaban algo divertido de su día y le soplaban luego un beso con un guiño. No era lo mismo que tenerlos de verdad pero... debía conformarse. Los virus no resultaban peligrosos en los niños, sí en los adultos. Para ellos las consecuencias podían ser fatales y el riesgo de contagio, incluso respecto a los más inofensivos, era inquietante. Nadia lo sabía y aceptó sin rechistar las consecuencias de su pequeña travesura. Fue un impulso irresistible. La calle parecía un espejo de cristal entre los charcos, el aire olía a tierra mojada, el cielo coloreado de azul oscuro... Era tan rara la lluvia en los últimos tiempos que la niña no lo pensó dos veces. Salió corriendo, desabrigada y sin paraguas, se caló hasta la médula de los huesos y esa misma noche comenzó el concierto de estornudos. Nina detectó el virus de inmediato, dio la señal de alarma y una semana después allí seguía Nadia: aislada en su cuarto, enfurruñada con esa humanoide mandona y antipática que tenía por guardiana. Aunque, bueno, para ser justa también algo había salido ganando y no era cuestión de quejarse. Durante todo aquel montón de días se había librado de las clases de Bob, el androide profesor que tenía asignado. Nadia era una niña lista pero odiaba estudiar. Física, matemáticas, programación... la aburrían soberanamente. Ella se ensimismaba con la historia de los tiempos antiguos, le encantaba dibujar y a la menor oportunidad dejaba volar su imaginación. Pero sus test cerebrales habían revelado una enorme capacidad para las ciencias y todo su programa educativo giraba en torno a ello. Cada persona recibía los conocimientos más adecuados a su inteligencia, individualizados y adaptados a su ritmo de aprendizaje. Y esa era la misión de Bob: transmitir a la niña todos los saberes necesarios para convertirla en la mejor científica posible.

Por eso los cuentos del abuelo le gustaban tanto, un pequeño secreto que rompía la rutina con aires de diablura. Cada tarde, el hombre abría despacito la puerta de su habitación, arrastraba una butaca hasta la cama de la niña y con gesto cómplice comenzaba su historia. Princesas, dragones, aventureros, piratas... la trasladaban a un mundo que solo ellos habitaban. Luego, antes de que Nina entrara termómetro en ristre, el abuelo se marchaba para no ser descubierto. Él no temía a los virus ─decía─ por alguna razón no lo atacaban, pero la regañina de mamá si se enteraba, ¡ay!, eso era otro cantar.    

─¡Qué rollo, abuelo! ─se quejó la niña una de esas tardes─ Nina dice que ya estoy buena y que puedo levantarme.

─¡Vaya, vaya! ─exclamó el anciano con fingido desconcierto─ ¡Pero si eso era lo que tú querías! ¡Si no parabas de decirme lo harta que estabas de pasar sola todo el día!

─Yaaa... Pero es que Bob tiene un montonazo de deberes preparados y las clases me aburren taaanto...

El desolado mohín que curvó los labios de Nadia hizo sonreír al abuelo.

─A mí también me aburría mucho la escuela ─trató de consolarla con un guiño─. Bueno, no la escuela: las clases. Las matemáticas, sobre todo. ¡No sabes lo mal que se me daban!

─¿En serio? ¡No te creo! ¡Con lo listo que tú eres!

─Fatal. No me gustaban nada. No las entendía. Pero siempre había algún compañero que me ayudaba y al final lograba pasar los exámenes con nota.

Un gesto de asombro asomó a los ojos de Nadia pero no lo interrumpió, apoyó la barbilla entre las manos y continuó escuchando.

─Y en realidad las mates eran lo de menos. Enseguida llegaba la hora del recreo, salíamos al patio y ¡menudos campeonatos hacíamos! Fútbol, baloncesto, torneos de canicas... ¡Qué bien lo pasábamos!

─¡Venga ya, abuelo! ─palmoteó al fin la chiquilla retorciéndose de risa─ ¡No me tomes el pelo! ¿Un montón de niños estudiando juntos en el mismo edificio?, ¿aprendiendo todos lo mismo al mismo tiempo?, ¿sin especialización personal y con un patio para jugar entre clases? ¡Si ya solo falta que me digas que tus maestros eran personas!

domingo, 4 de diciembre de 2022

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Philip K. Dick ─ Reseña

 

Es una ilusión, esta de que existo realmente

Publicada en 1968 y referente de la ciencia ficción, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? pasó sin embargo muy desapercibida en su momento y solo alcanzó reconocimiento tras la adaptación cinematográfica (muy libre respecto a la historia original) que bajo el título de Blade Runner realizó  Ridley Scott.

Ambientado en la ciudad de San Francisco en un futuro postapocalíptico, con la Tierra devastada tras una guerra nuclear y la mayoría de los supervivientes instalados en las colonias de Marte, el relato se adentra en la historia de un cazarrecompensas, Rick Deckard, a quien se encomienda la misión de eliminar en un plazo de veinticuatro horas a seis androides Nexus-6 huidos de Marte. Construidos para servir a los colonos (casi tratados como esclavos), muchos de estos androides, un modelo tan avanzado que difícilmente se distingue de los humanos, logran con frecuencia escapar hacia la Tierra en busca de libertad. Pero allí son siempre considerados una amenaza y perseguidos sin tregua.

Desde ese punto de partida y con una trama muy original y muy novedosa para la época, la novela articula en realidad una profunda crítica al modelo social y económico occidental, a la prevalencia de intereses corporativos, la facilidad con que los medios de comunicación manipulan la realidad y construyen un relato interesado y ficticio (algo realmente premonitorio leído en la actualidad) y reflexiona sobre cuestiones éticas, metafísicas incluso, o existenciales al dotar a los androides de conciencia sobre sí mismos, desdibujar la línea que los separa de los seres humanos y hacer dudar al lector en muchos momentos sobre la condición de los personajes.

La ausencia de empatía, el instinto de supervivencia, el desamparo y la soledad de un planeta agonizante, son en realidad los temas de fondo de una historia que no deja hueco a la esperanza, pesimista respecto a un futuro donde poco a poco hombres y máquinas se van haciendo cada vez más indistinguibles. Un nuevo tiempo frío y gris que el autor anticipa con una prosa sencilla, seca en ocasiones, sin ningún tipo de artificio.