Laura se ha ido. Sin ruido. Tranquila y en silencio. Arropada por la luz cálida de una mañana de principios de septiembre con tintes de otoño. Casi de improviso. Vencida tan rápido por la enfermedad que a cada instante me descubro todavía con una súplica en los labios, cruzados los dedos a la espalda, rezando por despertar de esta pesadilla cruel y verla de nuevo sonreír, arreglar con mimo las rosas del jardín, pasear por el parque de los tilos −como tantas veces− al atardecer de un día de verano, releer ensimismada tras los cristales de cualquier café las historias de Jane Austen o las hermanas Brontë, siempre sus favoritas, romántica impenitente como fue.
Duele el recuerdo, duele la nostalgia y tanta soledad. Y duele, como jamás hubiera podido imaginar, más allá de la rabia o el desgarro, la certeza implacable de que ese tiempo pasó y nunca volverá, de que este desamparo, este dolor que se anuda a mi garganta y no me deja respirar, será ya para siempre mi única realidad. Y me siento de pronto tan perdido...
Laura...
Su recuerdo me emociona y a él me aferro como un náufrago a su tabla. Intento no llorar y no lo consigo. No la dejo de soñar. Ella. Siempre ella. La niña pecosilla y pelirroja a la que en la escuela tiraba con descaro de las trenzas. La estudiante tenaz luego, brillante y aplicada, de irresistibles hoyuelos y mirada pícara −esa chispita traviesa escondida al fondo, muy al fondo, de sus ojos castaños que ¡ay! cómo me hacía enloquecer− a quien desde mi pupitre contemplaba día tras día y pensaba inalcanzable. La madre devota, consuelo de llantos infantiles y eterna presencia protectora. La esposa cómplice, regalo inmerecido de la vida. La mujer serena y valiente que siempre fue. La anciana frágil y algo solitaria de los últimos tiempos.
Laura...
Mi refugio. Mi herida. Mi destino. ¡Tan fácil fue enamorarse!
A distancia y en silencio fui su ángel guardián y la amé con toda el alma, contra el dolor, contra la desilusión, contra el tiempo y la desesperanza.
Nunca lo supo.
Fue feliz y lo demás poco importa.
Y sin embargo...
Es ahora, también yo herido de muerte por su ausencia, que no logro acallar el latido entre mis sienes de este reproche sordo que, a traición, no sé cuando arraigó en mi corazón e, incrédulo y desconcertado frente a su recuerdo, no dejo de pensar cómo fue posible que ella no lo adivinara jamás.