martes, 25 de agosto de 2020

Crimen de germanía



El poder cree que las convulsiones de sus víctimas son de ingratitud
Rabindranath Tagore         

Las campanas de la catedral tañen al toque de maitines. Pronto amanecerá. Las horas se arrastran lentas y el alba apenas todavía rasga la penumbra. Aislado en su mazmorra, con la sola compañía de sus oraciones y el escalofriante arañar de las ratas sobre la paja del jergón que por unas horas ha acogido su reposo, Mosen Joan ha pasado la noche en vela, fija la mirada en el ínfimo rayo de luz que por el ventanuco de su celda con intermitencias se filtraba, inquieto por los gritos y lamentos que tras rejas y paredes presentía, atento al miedo y la desesperación de sus compañeros de infortunio, al turbador murmullo de los operarios que, al otro lado del muro, despreocupados e inmisericordes, durante toda la madrugada prepararon el cadalso. Su ánimo ahora está sereno pero no se engaña, no duda de su suerte. Aquí, en la insigne y muy noble ciudad de Valencia, este nueve de agosto del Año del Señor de 1524 concluye su vida. Nunca para el crimen de germanía −y de ello una oscura conspiración lo acusa− hubo clemencia. Jamás ante tan horrible infamia mostró piedad la virreina. Él sabe que va a morir. Sabe también que el trance no será indoloro y eso le asusta. Pero su alma está en paz y a Dios la fía.
Las voces de los carceleros y el estridente sonido de los cerrojos al descorrerse, sacan de golpe al monje de sus cavilaciones. Es la hora. Con un ademán leve y resignado, en silencio, rechaza el desayuno que le ofrece el centinela y se prepara. Recompone sus ropas sucias y arrugadas, atusa el canoso desaliño de sus barbas, expulsa en un suspiro largo y hondo la ansiedad que retienen sus pulmones. Y de pie junto a las rejas espera que regresen a buscarle.
Hiede el aire a miseria y desamparo, a traición, a rencor y desaliento.
El calor temprano del estío resulta ya asfixiante y opresivo. Pese a ello, en la plaza, hace rato que un impaciente enjambre de hombres, mujeres y niños aguarda el espectáculo. La detención de el portugués la tarde anterior, de boca en boca, de esquina en esquina, por toda la ciudad se propagó como la pólvora y, expectante y curiosa, ahora, frente a la Seo, la multitud se arremolina; con euforia por sus alrededores se agolpa desbordando plazuelas y soportales, travesías y pasajes, arcos y callejones adyacentes.
Nueve campanadas, nueve toques lentos de agonía, doblan en la torre, allá arriba, en lo más alto del Miguelete. Al cesar su tañido, resurge de nuevo con fuerza el rumor del gentío, el sonido sobre el empedrado de cascos y caballerías, el rechinar de las ruedas de los carruajes. Todo está a punto. La inmensa tarima de pino sobre la plaza, frente a la catedral, junto a la puerta de los apóstoles. La mesa preparada para la misa. Arzobispo y sacristán ya sobre el cadalso. El gran día por fin comienza.
Custodiado por los guardias que ampararon su desvelo, rodeado por un severo grupo de clérigos y teólogos, absorto y recogido sobre sí mismo, ajeno por completo a cuanto le rodea e implorando quizás en su mente la ayuda del Señor, entra a esa hora el reo en la plaza.
Grita la multitud enardecida. Le insultan, vociferan con rabia su nombre, le arrojan huevos y hortalizas. Enredado en sus cadenas, al borde por un instante de tropezar y caer, Mosen Joan −fray João en otro tiempo− toma entonces conciencia de lo que ocurre y de donde se encuentra. Entrecerrados sus ojos grises, muy fijos en el gentío que lo asedia, observa con espanto cómo la plaza parece haberse transformado en un circo de madera y tan repleta de graderíos y palcos como ahora se muestra, a punto ha estado de no reconocerla.
 Los grilletes hieren sus tobillos, la luz del sol lastima su rostro y una extraña sensación invade su cuerpo de pronto. Siente cómo ese cuerpo −el suyo− se desdobla, cómo una mitad observa la escena desde fuera, cómo a la otra le da fuerzas, cómo sostiene su espíritu y de su corazón ahuyenta la negra animosidad que contra sus perseguidores, sin pretenderlo ni poderlo evitar, de cuando en cuando, lo asalta traicionera.
El secretario del tribunal, desde su atril, con mucha pompa y ceremonia, pronuncia al fin su nombre. Ordena de tal modo al acusado subir a la tarima. Él obedece. Y es entonces, al ascender un peldaño tras otro al imponente catafalco, que una sensación de irrealidad, de hallarse perdido por completo en un mundo inhumano, desconocido y hostil ahoga su alma. Un sabor acre, a ceniza, amarga sus labios resecos y agrietados. Encogido el ánimo, acrecentada por momentos la inevitable y  lacerante sensación de abandono que desde el amanecer lo embarga, agazapada la angustia en la boca del estómago, un raro malestar, algo muy parecido a la mordedura de una alimaña, lo asalta por sorpresa. Respira hondo. Cierra los ojos. Intenta concentrarse, olvidar donde se encuentra, sentir por un instante viva de nuevo junto a él la redentora presencia de Cristo. No lo logra. El estruendoso vocerío de la gran masa que tiene frente a sí lo aturde y lo desorienta. Sobrecoge la extrema soledad de este hombre tan en su derrota abandonado.
El sol cae a plomo, cegador y brutal. El bochorno es húmedo y agobiante y la plaza hierve como un mar efervescente y furioso. La multitud se impacienta. Abuchean los hombres al reo, le silban, gesticulan y le lanzan improperios agrios y burlones.
Con la cabeza inclinada, inmóvil, muy tenso, algo incrédulo pese a la evidencia, él escucha el veredicto. Y sus conclusiones, precisas y terribles las palabras, lo dañan como un golpe. Tiene miedo. Mucho. Le aterran los preparativos del suplicio, la incertidumbre de la espera, la helada determinación que adivina en los rostros de juez, escribano y verdugo. Advierte en todos ellos una frialdad y un distanciamiento que le causan pavor. Ningún rescoldo halla en sus ojos de compasión ni piedad.
La luz, la multitud, el griterío, el calor...
Alguien, quizá uno de los clérigos que lo acusa, ha recubierto sus hombros de estola y casulla. Y así, vestido de liturgia como si fuera a oficiar la misa, apenas si acierta a comprender la vertiginosa agitación con que, uno tras otro, sin tregua, los acontecimientos de  pronto se encadenan.
«Por la potestad que me otorga la Santa Madre Iglesia, en este acto y esta hora yo borro los signos de tu condición sacerdotal», clama la voz del arzobispo, al tiempo que una por una lo despoja lenta y cuidadosamente de  sus vestiduras monacales.
Arrodillado sobre las tablas, ensimismado y en silencio, implora nuevamente el condenado la ayuda del Señor. No se arrepiente de sus actos. No hubo en ellos soberbia, codicia o vanidad. Hizo lo que creyó correcto. Nada más. Contra los caprichos de la nobleza, junto al pueblo, alto y claro, alzó la voz. Con ardor y convicción alentó a gremios y artesanos a luchar contra los muchos abusos e injusticias del poder, a defenderse de sus arbitrarios desmanes, a frenar su absolutismo, sus desafueros, sus tropelías continuas. Esa fue su culpa. Y sin quejas ni lamentos, leal pese a toda consecuencia a su promesa y compromiso, orgulloso de decirse agermanado,  asume el precio.
Hasta él llega ahora el barbero, se aproxima con cautela, el rostro serio, los ojos bajos, casi se diría avergonzado. Gente de todo estado y condición −hidalgos, clérigos, artesanos, criadas, comerciantes, mendigos, lacayos...− abarrota la plaza. No cabe un alma en ella y todos a una aplauden enardecidos al ver poco a poco deshecha bajo los afeites y tijeras del eficaz rapabarbas, la tonsura del monje y como al trasluz de aquel sol implacable reluce poco después su cráneo pelado.
Escalofriante y atroz, la ceremonia continúa y una desesperación honda, sin consuelo posible, lo asalta con horror al sentir el roce imprevisto de un cuchillo sobre las yemas de sus dedos. Heridas de barbarie y de venganza las manos que consagran, ya no queda lugar en su alma más que para el espanto y la resignación.
Una mujer llora, compasiva. Otra, a su lado, come buñuelos. Corretean los niños entre mercaderías y tenderetes de golosinas. Se despojan los hombres, incapaces a tal altura de soportar el calor, de sus ropas de fiesta.
Suenan las doce en la torre del reloj. Comisario, tribunal y eclesiásticos abandonan el lugar. Los representantes de la Rota les toman el relevo dispuestos, como marca la norma, a cumplir la sentencia.  Y así, una cadena en torno al cuello, el hábito de la Cofradía de los Inocentes cubriendo su cuerpo, a pie entre la multitud, conducen al reo hasta el cadalso.
Triste espectáculo de sangre, odio y vergüenza.
Lento y muy erguido, lívido el rostro, detenida una lágrima en sus ojos cansados, con todas sus fuerzas y toda su fe, lucha Mosen Joan en esa hora decisiva por no quebrar su dignidad.
Entre el angosto pasillo que, a modo de escolta, ha formado la guardia real, avanza la comitiva. Al alcanzar el palco que durante toda la mañana junto a su séquito ha ocupado la virreina, el fúnebre cortejo se detiene, a la espera. Ella asiente y con tan leve ademán, sin palabras, en silencio, grave la mirada, regio el porte, altivo el gesto, Germana de Foix rubrica la sentencia.
Muerte por descuartizamiento. Pública exhibición luego de los restos. De boca en boca, corre rauda la condena y al instante, de nuevo, una vez más, truena la plaza entre vítores y ovaciones.
Negra  la represión contra el vencido.
Atroz la ignorancia del vulgo analfabeto que, apenas nacida, de un soplo apaga la tibia llama de su propia rebelión.
Necia la algarabía de un pueblo que sobre cabeza ajena jamás aprende y nunca escarmienta.
Denso el silencio de un hombre que, en su último aliento, el alma a Cristo, con esperanza y alivio, por fin entrega.  







Relato publicado en la Antología "101 crímenes de Valencia". Vinatea Editorial. Noviembre 2019.

10 comentarios:

  1. Qué escalofriante relato. Las ejecuciones, por terrible que haya sido el delito, siempre lo superan como crimen premeditado que es y rodeado de toda la ceremonia y parafernalia que lo acompaña, pero en aquella época en la que se aplicaba con tanta injusticia y era espectáculo de hombres mujeres y niños (hoy porque no se permite, pero habría muchos que disfrutarían con el acto), era si cabe más cruel. Sobre todo cuando, como en este caso, se aplicaba no a un criminal sino a quien se había atrevido a desafiar al poder.
    Interesante incursión en la historia y en la crueldad humana.
    Un beso.

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  2. Hola, Rosa. El relato está inspirado en una historia real y lo más terrible es que seguimos sin aprender y no estamos tan lejos de esas situaciones como podría parecer... Un beso y muchas gracias por sacar tiempo para un relato tan largo 😉

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  3. No se como transcurren las horas finales de un reo antes de subir al cadalso,... en todo caso después de leer tu relato puedo imaginármelo.
    Saludos,

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    1. Hola, Norte! Qué bien que estés de vuelta! Muchas gracias por pasar.

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  4. Que crueldad mas terrorifica Marta, me ha impresionado mucho leerla.

    Besos.

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    1. Un beso, Conchi. Muchas gracias. Ha habido épocas en la Historia terribles...

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  5. Wow!! Qué relato tan bien escrito, logras meternos en la situación, sufrir con él. Se lee con desesperación hasta el final pensaba que le iban a otorgar el perdón en el último instante. Muy bueno.

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    1. Muchísimas gracias, Ana. Cuánto me alegra lo que dices!

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  6. Y en la actualidad siguen habiendo creyentes. La ignorancia es aterradora.

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