El poder cree que las convulsiones de sus víctimas son de ingratitud
Rabindranath Tagore
Las
campanas de la catedral tañen al toque de maitines. Pronto
amanecerá. Las horas se arrastran lentas y el alba apenas todavía rasga la
penumbra. Aislado en su mazmorra, con la sola compañía de sus oraciones y el
escalofriante arañar de las ratas sobre la paja del jergón que por unas horas ha
acogido su reposo, Mosen Joan ha pasado la noche en vela, fija la mirada en el ínfimo
rayo de luz que por el ventanuco de su celda con intermitencias se filtraba, inquieto
por los gritos y lamentos que tras rejas y paredes presentía, atento al miedo y
la desesperación de sus compañeros de infortunio, al turbador murmullo de los
operarios que, al otro lado del muro, despreocupados e inmisericordes, durante toda
la madrugada prepararon el cadalso. Su ánimo ahora está sereno pero no se
engaña, no duda de su suerte. Aquí, en la insigne y muy noble ciudad de
Valencia, este nueve de agosto del Año del Señor de 1524 concluye su vida. Nunca
para el crimen de germanía −y de ello una oscura conspiración lo acusa− hubo
clemencia. Jamás ante tan horrible infamia mostró piedad la virreina. Él sabe
que va a morir. Sabe también que el trance no será indoloro y eso le asusta. Pero
su alma está en paz y a Dios la fía.
Las
voces de los carceleros y el estridente sonido de los cerrojos al descorrerse, sacan
de golpe al monje de sus cavilaciones. Es la hora. Con un ademán leve y
resignado, en silencio, rechaza el desayuno que le ofrece el centinela y se
prepara. Recompone sus ropas sucias y arrugadas, atusa el canoso desaliño de sus
barbas, expulsa en un suspiro largo y hondo la ansiedad que retienen sus
pulmones. Y de pie junto a las rejas espera que regresen a buscarle.
Hiede
el aire a miseria y desamparo, a traición, a rencor y desaliento.
El
calor temprano del estío resulta ya asfixiante y opresivo. Pese a ello, en la
plaza, hace rato que un impaciente enjambre de hombres, mujeres y niños aguarda
el espectáculo. La detención de el portugués la tarde anterior, de boca en
boca, de esquina en esquina, por toda la ciudad se propagó como la pólvora y, expectante
y curiosa, ahora, frente a la Seo, la multitud se arremolina; con euforia por
sus alrededores se agolpa desbordando plazuelas y soportales, travesías y pasajes,
arcos y callejones adyacentes.
Nueve
campanadas, nueve toques lentos de agonía, doblan en la torre, allá arriba, en lo
más alto del Miguelete. Al cesar su tañido, resurge de nuevo con fuerza el
rumor del gentío, el sonido sobre el empedrado de cascos y caballerías, el
rechinar de las ruedas de los carruajes. Todo está a punto. La inmensa tarima de
pino sobre la plaza, frente a la catedral, junto a la puerta de los apóstoles.
La mesa preparada para la misa. Arzobispo y sacristán ya sobre el cadalso. El
gran día por fin comienza.
Custodiado
por los guardias que ampararon su desvelo, rodeado por un severo grupo de
clérigos y teólogos, absorto y recogido sobre sí mismo, ajeno por completo a
cuanto le rodea e implorando quizás en su mente la ayuda del Señor, entra a esa
hora el reo en la plaza.
Grita
la multitud enardecida. Le insultan, vociferan con rabia su nombre, le arrojan
huevos y hortalizas. Enredado en sus cadenas, al borde por un instante de tropezar
y caer, Mosen Joan −fray João en otro tiempo− toma entonces conciencia de lo
que ocurre y de donde se encuentra. Entrecerrados sus ojos grises, muy fijos en
el gentío que lo asedia, observa con espanto cómo la plaza parece haberse
transformado en un circo de madera y tan repleta de graderíos y palcos como
ahora se muestra, a punto ha estado de no reconocerla.
Los grilletes hieren sus tobillos, la luz del
sol lastima su rostro y una extraña sensación invade su cuerpo de pronto. Siente
cómo ese cuerpo −el suyo− se desdobla, cómo una mitad observa la escena desde
fuera, cómo a la otra le da fuerzas, cómo sostiene su espíritu y de su corazón ahuyenta
la negra animosidad que contra sus perseguidores, sin pretenderlo ni poderlo evitar,
de cuando en cuando, lo asalta traicionera.
El
secretario del tribunal, desde su atril, con mucha pompa y ceremonia, pronuncia
al fin su nombre. Ordena de tal modo al acusado subir a la tarima. Él obedece. Y
es entonces, al ascender un peldaño tras otro al imponente catafalco, que una
sensación de irrealidad, de hallarse perdido por completo en un mundo inhumano,
desconocido y hostil ahoga su alma. Un sabor acre, a ceniza, amarga sus labios resecos
y agrietados. Encogido el ánimo, acrecentada por momentos la inevitable y lacerante sensación de abandono que desde el
amanecer lo embarga, agazapada la angustia en la boca del estómago, un raro
malestar, algo muy parecido a la mordedura de una alimaña, lo asalta por
sorpresa. Respira hondo. Cierra los ojos. Intenta concentrarse, olvidar donde
se encuentra, sentir por un instante viva de nuevo junto a él la redentora presencia
de Cristo. No lo logra. El estruendoso vocerío de la gran masa que tiene frente
a sí lo aturde y lo desorienta. Sobrecoge la extrema soledad de este hombre tan
en su derrota abandonado.
El
sol cae a plomo, cegador y brutal. El bochorno es húmedo y agobiante y la plaza
hierve como un mar efervescente y furioso. La multitud se impacienta. Abuchean los
hombres al reo, le silban, gesticulan y le lanzan improperios agrios y burlones.
Con
la cabeza inclinada, inmóvil, muy tenso, algo incrédulo pese a la evidencia, él
escucha el veredicto. Y sus conclusiones, precisas y terribles las palabras, lo
dañan como un golpe. Tiene miedo. Mucho. Le aterran los preparativos del
suplicio, la incertidumbre de la espera, la helada determinación que adivina en
los rostros de juez, escribano y verdugo. Advierte en todos ellos una frialdad
y un distanciamiento que le causan pavor. Ningún rescoldo halla en sus ojos de
compasión ni piedad.
La
luz, la multitud, el griterío, el calor...
Alguien,
quizá uno de los clérigos que lo acusa, ha recubierto sus hombros de estola y casulla.
Y así, vestido de liturgia como si fuera a oficiar la misa, apenas si acierta a
comprender la vertiginosa agitación con que, uno tras otro, sin tregua, los
acontecimientos de pronto se encadenan.
«Por
la potestad que me otorga la Santa Madre Iglesia, en este acto y esta hora yo
borro los signos de tu condición sacerdotal», clama la voz del
arzobispo, al tiempo que una por una lo despoja lenta y cuidadosamente de sus vestiduras monacales.
Arrodillado
sobre las tablas, ensimismado y en silencio, implora nuevamente el condenado la
ayuda del Señor. No se arrepiente de sus actos. No hubo en ellos soberbia,
codicia o vanidad. Hizo lo que creyó correcto. Nada más. Contra los caprichos
de la nobleza, junto al pueblo, alto y claro, alzó la voz. Con ardor y
convicción alentó a gremios y artesanos a luchar contra los muchos abusos e
injusticias del poder, a defenderse de sus arbitrarios desmanes, a frenar su
absolutismo, sus desafueros, sus tropelías continuas. Esa fue su culpa. Y sin
quejas ni lamentos, leal pese a toda consecuencia a su promesa y compromiso,
orgulloso de decirse agermanado, asume
el precio.
Hasta
él llega ahora el barbero, se aproxima con cautela, el rostro serio, los ojos
bajos, casi se diría avergonzado. Gente de todo estado y condición −hidalgos,
clérigos, artesanos, criadas, comerciantes, mendigos, lacayos...− abarrota la
plaza. No cabe un alma en ella y todos a una aplauden enardecidos al ver poco a
poco deshecha bajo los afeites y tijeras del eficaz rapabarbas, la tonsura del
monje y como al trasluz de aquel sol implacable reluce poco después su cráneo pelado.
Escalofriante
y atroz, la ceremonia continúa y una desesperación honda, sin consuelo posible,
lo asalta con horror al sentir el roce imprevisto de un cuchillo sobre las yemas
de sus dedos. Heridas de barbarie y de venganza las manos que consagran, ya no
queda lugar en su alma más que para el espanto y la resignación.
Una
mujer llora, compasiva. Otra, a su lado, come buñuelos. Corretean los niños
entre mercaderías y tenderetes de golosinas. Se despojan los hombres, incapaces
a tal altura de soportar el calor, de sus ropas de fiesta.
Suenan
las doce en la torre del reloj. Comisario, tribunal y eclesiásticos abandonan
el lugar. Los representantes de la Rota les toman el relevo dispuestos, como
marca la norma, a cumplir la sentencia.
Y así, una cadena en torno al cuello, el hábito de la Cofradía de los
Inocentes cubriendo su cuerpo, a pie entre la multitud, conducen al reo hasta el
cadalso.
Triste
espectáculo de sangre, odio y vergüenza.
Lento
y muy erguido, lívido el rostro, detenida una lágrima en sus ojos cansados, con
todas sus fuerzas y toda su fe, lucha Mosen Joan en esa hora decisiva por no
quebrar su dignidad.
Entre
el angosto pasillo que, a modo de escolta, ha formado la guardia real, avanza
la comitiva. Al alcanzar el palco que durante toda la mañana junto a su séquito
ha ocupado la virreina, el fúnebre cortejo se detiene, a la espera. Ella
asiente y con tan leve ademán, sin palabras, en silencio, grave la mirada, regio
el porte, altivo el gesto, Germana de Foix rubrica la sentencia.
Muerte
por descuartizamiento. Pública exhibición luego de los restos. De boca en boca,
corre rauda la condena y al instante, de nuevo, una vez más, truena la plaza
entre vítores y ovaciones.
Negra
la represión contra el vencido.
Atroz
la ignorancia del vulgo analfabeto que, apenas nacida, de un soplo apaga la
tibia llama de su propia rebelión.
Necia
la algarabía de un pueblo que sobre cabeza ajena jamás aprende y nunca escarmienta.
Denso
el silencio de un hombre que, en su último aliento, el alma a Cristo, con esperanza
y alivio, por fin entrega.
Relato
publicado en la Antología "101 crímenes de Valencia". Vinatea
Editorial. Noviembre 2019.
Qué escalofriante relato. Las ejecuciones, por terrible que haya sido el delito, siempre lo superan como crimen premeditado que es y rodeado de toda la ceremonia y parafernalia que lo acompaña, pero en aquella época en la que se aplicaba con tanta injusticia y era espectáculo de hombres mujeres y niños (hoy porque no se permite, pero habría muchos que disfrutarían con el acto), era si cabe más cruel. Sobre todo cuando, como en este caso, se aplicaba no a un criminal sino a quien se había atrevido a desafiar al poder.
ResponderEliminarInteresante incursión en la historia y en la crueldad humana.
Un beso.
Hola, Rosa. El relato está inspirado en una historia real y lo más terrible es que seguimos sin aprender y no estamos tan lejos de esas situaciones como podría parecer... Un beso y muchas gracias por sacar tiempo para un relato tan largo 😉
ResponderEliminarNo se como transcurren las horas finales de un reo antes de subir al cadalso,... en todo caso después de leer tu relato puedo imaginármelo.
ResponderEliminarSaludos,
Hola, Norte! Qué bien que estés de vuelta! Muchas gracias por pasar.
EliminarQue crueldad mas terrorifica Marta, me ha impresionado mucho leerla.
ResponderEliminarBesos.
Un beso, Conchi. Muchas gracias. Ha habido épocas en la Historia terribles...
EliminarWow!! Qué relato tan bien escrito, logras meternos en la situación, sufrir con él. Se lee con desesperación hasta el final pensaba que le iban a otorgar el perdón en el último instante. Muy bueno.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Ana. Cuánto me alegra lo que dices!
EliminarY en la actualidad siguen habiendo creyentes. La ignorancia es aterradora.
ResponderEliminarEl fanatismo es lo peligroso.
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