Había
una vez un pueblito rodeado de montañas, un jardín de flores, una niña que
vivía con su abuela y un cielo repleto de estrellas.
Cada
noche, cuando ya empezaba a oscurecer, el jardín brillaba suavemente y la niña contemplaba
el espectáculo asomada a su ventana.
─
¡Abuela, mira! ¡Ya vienen las estrellas a dormir con nosotras!, palmoteaba con
ganas al descubrir los reflejos que su luz dibujaba en el cristal, justo antes
de acostarse.
No eran luciérnagas ni reflejos de luna, comenzaba entonces la abuela su cuento, la historia que cada noche sin falta reclamaba la pequeña. Su jardín, decía con gesto de misterio, era un puente que unía tierra y cielo. En él las estrellas velaban sus sueños hasta que el sol las relevaba en su guardia para pintar de colores la luz del amanecer.