Aquel día, el día en que Ana aprendió a volar, la mañana había despertado
desapacible y gris. Nada tenía de especial, era una mañana más. La mañana de un
día como otro cualquiera, idéntica en apariencia a todas las de aquel gélido
invierno. Una mañana más de frustraciones amargas y rabias calladas. Y sin
embargo, fue aquella, justamente aquella, la que para siempre habría de cambiar
su destino. Sucedió que, oculta entre los remolinos de una áspera tempestad,
una pequeña ráfaga de felicidad viajaba. «Ven
conmigo», le susurró al oído muy
dulce y muy bajito. «Sígueme. Yo te
enseñaré a volar...» Serena y
confiada contempló Ana la inmensidad de aquel amanecer, de aquel cielo a esa
hora tan temprana todavía en penumbra pero ya sin luna y sin estrellas y de pronto,
sin apenas darse cuenta, casi sin miedo, sus pequeñas alas rotas contra la
bruma comenzaron a luchar. Un sentimiento desconocido, algo muy cercano a la
esperanza, se posó tímido sobre su corazón. Sintió como, suave, muy lentamente,
el arañazo de la desolación y el desamparo, tanto tiempo latente en su alma, se
desvanecía. Se sintió perdida y encontrada, rota y recompuesta. Sintió como una
extraña fuerza se abría paso en su interior, una fuerza que tal vez siempre
hubiera estado allí pero que hasta entonces ella no conocía. Y supo que volaba.
Alto, muy alto... Al fin volaba. Equilibrios imposibles inventaba de repente entre
las nubes mientras un sol pálido acariciaba su piel. Olvidó su dolor, su
soledad y su tristeza. Se enamoró sin remedio de aquella libertad, de tanta
belleza. Así que era esto, se dijo, esta euforia, esta luz, esta emoción, esta
dicha tan intensa... Comprendió que nunca para nadie fue posible volar con
miedo, con infinita valentía su peso para siempre desterró y al fin, aquel día,
la ligereza de su risa al mundo regaló.
Relato para los Viernes Creativos de https://elbicnaranja.wordpress.com/
inspirado en la fotografía de Ron Dillon.
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