No soy un cleptómano, ¡qué ocurrencia!, y me ofende terriblemente que hayan llegado a imaginar tal cosa. Solo soy un tipo con suerte. Un coleccionista, si precisan catalogarme de algún modo. Un guardián de extravíos ajenos. Sí, me gusta esa expresión y pronto verán lo bien que me define.
Aunque no lo crean, cada día, en cada esquina, tropiezo con hallazgos de lo más insospechado. Esta ciudad está llena de tesoros. Al parecer, sin embargo, poca gente los detecta y no entiendo por qué ni cómo es posible que pasen tan inadvertidos. Que nadie se percate de la existencia de tales maravillas cuando a mí, a toda hora, me asaltan por sorpresa. Me parece algo fascinante, lo confieso. Solo es cuestión de andar alerta y con los ojos bien abiertos para no perder la oportunidad. Nunca se sabe lo que uno habrá de precisar en este mundo tan cambiante. Ya ven, hoy ha sido el libro que curioseaba a su llegada el que por algún motivo captó mi atención. Algo malherido y deshojado ─cierto es─ pero suficiente para aliviar el tedio de mis horas. En otro tiempo fui poeta, ¿saben ustedes? No del todo malo, creo yo, aunque, bueno, la literatura es un oficio bien precario y no solo de palabras vive el hombre. De cuando en cuando también precisa una hogaza de pan. Ahora soy inventor. Trabajo en un proyecto ultra secreto del que pronto tendrán noticia, créanlo. Un artilugio de lo más singular que me hará rico y famoso en el planeta entero. Pero no adelantemos acontecimientos y no me tiren de la lengua que ya les digo que el tema está bajo secreto y no puedo hablar.
En fin. Hace unos días fue ese colchón tan acogedor y blandito con el que casi tropiezan al entrar lo que hallé junto a mi puerta. Si eso no es suerte, ya me dirán. Y sí, sé lo que están pensando. Todo está manga por hombro, soy consciente. Debo organizar mejor el fruto de mis expediciones pero a menudo me puede la pereza, ¿qué quieren que les diga? Y aunque no trato con ello de justificar mi desidia ─de veras que no─ tampoco esperaba visitas a estas horas. Ni a estas ni a ninguna, en realidad. En cualquier caso, hay cierta belleza entre las ruinas de este caos, ¿no creen? A mí al menos así me lo parece. Cierta armonía, diría.
¡Quietos, quietos! ¿Pero, qué hacen? ¡Aléjense de ese rincón, por favor! Es el refugio de la familia Micky. Bueno, así la llamo yo. Cuatro ratoncitos que me acompañan desde hace un par de noches, la mar de simpáticos. ¡No pongan esa cara, hombre! ¡Si son encantadores! Los descubrí por casualidad, temblando, helados de frío junto a la pared ─inmisericorde invierno este que vivimos─. Necesitaban un hogar, pobrecillos, y me dieron tanta lástima... A cambio, sus trastadas entretienen mis ratos de soledad. ¡No saben lo divertidos que resultan! Son traviesos y muy juguetones. También algo tímidos y, no lo tomen a mal, pero creo que su presencia los perturba.
Por cierto, mi nombre es Ernesto. Se lo dije hace un momento, ¿recuerdan?
ER-NES-TO.
Y que yo sepa no padezco síndrome alguno. Así que dejen ya de llamarme Diógenes, háganme el favor.
Qué Diógenes más divertido. Me ha gustado mucho.
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