Es tan corto el amor y es tan largo el olvido...
Solo
en la quietud de su estudio, entre telas, brochas y acuarelas, el viejo pintor hallaba
consuelo. Frente a su atril, sobre un destartalado taburete, dejaba la vida
pasar. Sus manos artríticas y un velo de cataratas, hacía ya mucho le impedían
pintar. El espectro de la pobreza rondaba sus días y una tristeza helada
desbordaba su alma. Sentía el aire cargado de ausencia y un frío impropio, un
soplo gélido que no desaparecía jamás, hacía su cuerpo temblar. Habitaba un
mundo de sombras, de recuerdos y añoranzas. Todas sus horas eran iguales ahora y
él un hombre hueco que nada podía ofrecer, un viejo solitario que abrazaba
fantasmas y quizá, solo quizá, de cuando en cuando, soñaba.
Una vez había estado enamorado. Y ese amor su mundo entero puso del revés.
***
El
palacio resplandecía mágico e irreal, bello como un cuento de hadas. La luna
iluminaba los jardines y Josefa era aquella noche una mujer radiante y feliz. Deambulaba con calma al son de la música
entre sus invitados con esa elegancia suya ─corpiño azul bordado en oro, falda
amplia a la moda de Versalles, brazos desnudos, peinado a la Caramba─ que media
ciudad admiraba y la otra media envidiaba. Sonreía, se detenía un instante, a todos
dedicaba un gesto, una palabra... Perfecta anfitriona pendiente siempre del
detalle más nimio, contemplaba satisfecha su obra. Su capricho, decía ella. El
palacio más hermoso de todo Madrid.
Osuna
acababa de ser nombrado embajador en Viena. Muy pronto habría el duque de
abandonar la corte y aquella era la fiesta ─mitad despedida, mitad celebración─
por la que tanto le había rogado su esposa y que durante días había ella preparado
con ahínco.
Todo marchaba a la perfección, hasta el
momento. Moratín, Jovellanos, Bocherinni... los más queridos amigos de la
duquesa, sus más rendidos admiradores, se encontraban allí. Ninguno había
fallado a la cita. Incluso D. Francisco, tan hosco y reacio siempre a tales
ceremonias, había abandonado aquella noche sus
pinceles y aceptado con agradecimiento sincero la invitación. Le unía a
los duques mucho más que una amistad. Su palacio había sido para él, cuando más
lo necesitó, una segunda casa y gracias a ellos ─no lo olvidaba─ se había convertido en el retratista más prestigioso
de todo Madrid, el más reclamado, el principal pintor de la corte del rey
Carlos. Nunca podría agradecerles suficientemente su apoyo y la inmensa
confianza que habían depositado en él y nadie como él habría de lamentar ahora
su ausencia.
En
eso pensaba D. Francisco de Goya y Lucientes cuando aquella recién estrenada
noche de otoño y luna llena la vio por primera vez.
Hablaban
las malas lenguas de la Villa de una enemistad honda y oscura, de una celosa
rivalidad que el nada protocolario abrazo entre Josefa y Cayetana ─Pepa y Tana─
desmintió de inmediato.
Tomadas
del brazo cruzaron el salón de baile. Duquesas de Alba y Osuna riendo como
chiquillas, centro cierto de todas las miradas, de las habladurías maliciosas con
que a la mañana siguiente una legión de aburridos cortesanos entretendría la monotonía
de sus horas.
Castiza
una, enamorada de sainetes y fandangos; afrancesada la otra, devota de Haydn y
Rousseau, pese a tantas cosas que hubieran podido distanciarlas, ellas eran buenas
amigas, las más cómplices y leales.
Ajeno
por completo a los infundios que ya sobre las duquesas corrían por el salón, Goya
conversaba con Osuna sobre su nuevo destino y los enojosos preparativos que
mudanza y viaje ocasionaban cuando el sonido de una risa a su espalda captó su
atención. Una risa franca y mundana, desafiante y provocadora que sin
pretenderlo guió su mirada hacia una mujer vestida de muselina blanca, protagonista
de un corrillo donde todos disputaban sin disimulo su atención, que reía junto
a Pepa algún comentario, quizá algún requiebro galante, susurrado con descaro a
su oído. Esa risa desordenaba con gracia una cascada de rizos negros que al
instante ─coqueta irredenta─ la mujer acomodaba de nuevo sobre la curva
perfecta de su cuello, disfrutando con una malévola pizca de picardía ese
pequeño momento de gloria que, sabía, su sola presencia causaba.
Tras
aquella risa, el pintor descubrió poco después unos ojos.
Y
esos ojos lo llevaron al abismo.
─Querido
D. Francisco ─se apresuró la de Osuna a presentarles, al caer en la cuenta de
su olvido─ creo que no conoce usted a mi amiga Cayetana. La más indómita duquesa
de nuestra Villa y Corte, bromeó Pepa divertida.
La
luz de las velas destellaba en los espejos. El viento arrastraba aromas a lima
y jazmín.
─Qué
alegría, maestro y qué honor ─sonrió ella, acogiendo su mano entre las suyas─ si
supiera cuan ansiosa esperaba yo la ocasión de conocerle y tener por fin oportunidad
de invitarle a Buenavista. ¡Cuánto me complacería que pasara unos días con
nosotros!
El
corazón de un hombre un instante se detuvo y el tiempo de golpe se paró.
Lo
que aquellas palabras, sin duda mera cortesía, despertaron en su ánimo y cuánto
lo torturaría luego su torpeza, solo él lo supo y ni ante sí mismo, por mucho
que lo intentó, acertaría después a explicarlo. Ofuscado como nunca estuvo,
atónito por la absurda conmoción que el contacto de aquellas manos había causado
en su espíritu, nunca recordaría Goya su respuesta.
Consciente
del triste espectáculo que a tales alturas debía ofrecer su pobre persona ─levita
arrugada, cabellera enmarañada, trémula sonrisa en los labios─ apenas si atinó a
balbucear algún formulismo de agradecimiento para retirarse después mudo de
asombro a su rincón, náufrago de unos ojos ardientes como brasas, cautivo su
corazón de un rostro de mujer que a ningún otro se parecía y al que su propia
leyenda en modo alguno hacía justicia.
Pasó
luego el tiempo. Lento, perezoso e implacable como suele, serenó pasiones y
esperanzas. El dulce veneno de los amores platónicos bebió el pintor, disfrazó de
amistad su pasión y a su musa, belleza, juventud, inmortalidad... con su arte
regaló.
La
tiranía de sus ojos, el sabor de su risa, el vértigo imprevisto que lo sacudía
al verla aparecer, el temblor de su cuerpo si por azar la rozaba, las noches de
insomnio, la certeza de arder en un fuego sin llamas... La tentación de pensar
que tal vez también ella lo amara, fue su consuelo y su botín. La memoria
íntima de un amor que en su alma guardaría siempre con celo cual inmerecido
regalo de la suerte y que a nadie revelaría
jamás.
***
Despunta
el alba y la madrugada es fría. Sobre las aguas del Garona se reflejan ahora las
primeras luces de la ciudad, alguna estrella matutina y el rostro de un hombre
acodado en la penumbra de un ventanal al borde mismo del río.
La
melancolía se filtra por los cristales, ecos de otras vidas quiebran silencio y
soledad y una extraña pesadumbre todo lo inunda.
Absorto
en sus abismos, vencidos los hombros por un peso grande e invisible, ajeno a
cuanto le rodea, el pintor esboza en su mente una y otra vez ─trazos a carboncillo,
líneas suaves, ligeros toques de blanco para definir el color de la nostalgia─
un rostro de mujer. Pinta el paso del tiempo, el silencio y el olvido. El dolor
de una ausencia. La belleza de un amor a destiempo que trastocó sus horizontes
y le abrigó toda una vida.
Y
así, al dulce arrullo de su musa, herido por un sueño el corazón, transcurren sus
días en esta hospitalaria ciudad de Burdeos que ampara su destierro, la sinrazón
de su olvido... Su trágica derrota.
¡Cuánta belleza Marta en tu texto!
ResponderEliminarDesde la cita con la que abres, pasando por esa sorprendente recreación central y acabando de manera circular con un colofón sobresaliente. Felicidades.
Muchas gracias, Miguel! Cuánto me alegro de que te haya gustado!
ResponderEliminarHermoso relato, cargado de belleza en las escenas externas e internas. Uno se mete en él desde un principio y la intensidad se eleva, y se sostiene, hasta que llega el fin melancólico del mismo, luego de haber atravesado todos los sentimientos y sensaciones que aquí se despliegan. Un cuento maravilloso que prestigia las páginas de El Narratorio y que da cuenta de la excelencia de tu prosa. Mis felicitaciones, Marta. Un beso.
ResponderEliminarAriel
Mil gracias, Ariel. Generosísimo tu comentario pero me alegro un montón de que te haya gustado. Un beso grande.
ResponderEliminarA pesar del contenido triste del relato, lográs seducir con tu escritura. Tanto en las descripciones breves, pero precisas, como en los sentimientos del personaje. ¡Excelente trabajo, Marta!
ResponderEliminarBesotes.
Muchísimas gracias, Mirella. Muy contenta porque te haya gustado. Un beso grande.
EliminarHe leído esta historia, bella y un tanto barroca, con interés y pasión en su lectura. Excelentes las descripciones de ambiente y las peripecias emocionales del pintor.Te felicito Marta. Gran trabajo!
ResponderEliminarHola, Néstor. Muchas gracias! Me alegro mucho de que te haya gustado. Los relatos de época son siempre complicados...
EliminarYa lo leía en su momento en Tertulia de Escritores y desde luego la segunda lectura no pierde en absoluto. Muy bien narrado, ambientado y documentado, Marta. Un abrazo!
ResponderEliminarMuchísimas gracias, David. Me alegro un montón de que te haya gustado.
EliminarSolo puedo decir que me ha parecido un relato extraordinario, espléndidamente narrado, siguiendo el estilo propio de una época, describiendo con mucho acierto y elegancia unos personajes reales que hicieron historia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Mil gracias, Josep. Contentísima porque te haya gustado.
EliminarHermoso relato sobre esa leyenda, nunca demostrada pero siempre presente, sobre la relación amorosa entre Francisco de Goya y la XIII duquesa de Alba. Novelar sobre un hecho histórico real puede ser fantástico, pero ir más allá para escribir sobre un un hecho histórico no probado supone adentrarse en un terreno ignoto, lleno de posibilidades a merced de la imaginación del autor,... como en tu caso. Me ha encantado!
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Norte. Es una leyenda preciosa la de los amores de Goya y la duquesa. Me alegro mucho de que te haya gustado el cuento 😉
EliminarUna narración con excelente prosa, publicado en "Tertulia de Escritores". Hice hace años mi versión particular cuando visité por vez primera Los Jardines de El Capricho, dónde se hacían fastuosas fiestas la burguesía con la Duquesa de Osuna (mecenas de Goya)y las rivalidades entre la Duquesa de Goya, los dimes y diretes, pertenecen a una leyenda urbana ya que nunca ha sido probada la relación entre ellos de forma amorosa.
ResponderEliminarTu imaginación ha confeccionado un gran texto, dónde deja correr a la imaginación. Enhorabuena, Marta.
*Duquesa de Alba
ResponderEliminarMuchas gracias, Lola. Una leyenda muy literaria 😉
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