Acurrucada en la arena, lloraba triste la sirenita. Se sentía tan sola, tan perdida en ese mundo desconocido y ajeno de pronto tan árido y hostil. Echaba tanto de menos su casa... el olor a sal, las algas, los corales, el hondo y rítmico latido del mar. ¡Ay, el mar!, ¡cómo le dolía su mar!. Con él soñaba. Soñaba despertar en mañanas plácidas, suaves y benignas, nadar en las tardes de sol hasta que el ocaso tiñera de naranja el horizonte, hasta ese instante en que poco a poco el agua cambiaba de color: del verde al azul, del azul al añil y por último casi al negro, dejarse mecer por aquellas olas brillantes, blanquísimas y juguetonas que tan bien todavía recordaba; soñaba con playas de arenas blancas, pescadores remendando sus redes bajo la última luz del día, la aventura misteriosa de algún velero espectral, la romántica voz de un vapor en alta mar... Soñaba la libertad.
Todo lo había perdido tras un espejismo de amor del que ya nada quedaba
salvo infinitas promesas rotas y un bello príncipe tornado en cruel Barbazul.
Tarde se dio cuenta... "Encontraré el camino de regreso", se dijo, al
adentrarse lentamente en aquel mar bravío de aguas oscuras y profundas que
tanto la había añorado, decidida a no flaquear esta vez. A cada paso se hundía
más y más. Su alma, libre al fin, sonreía.
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