Hace rato que ha anochecido. La luna fría y pálida, casi recién nacida, flota
ahora en la penumbra y apenas ilumina un cielo que la niebla vuelve fantasmal. El
día ha sido triste y doloroso. Todo el pueblo ha querido despedir a Jaime y muy
pequeño ha quedado el cementerio que −a veces olvidado, siempre misterioso− en
lo más profundo del valle, al borde de un riachuelo de aguas lentas y
apacibles, yace. Conmocionados, incrédulos e impotentes todos, sobrecogidos,
incapaces de hallar palabras de consuelo para una mujer con el corazón en
pedazos y dos chiquitinas de trenzas rubias que, aferradas a la mano de su
madre, apenas alcanzan todavía a comprender la fractura irreparable que su mundo acaba de sufrir.
Oculto entre las sombras, incapaz de abandonar su protección, ha
contemplado un hombre la escena maldiciendo, con el angustioso desconsuelo de
lo irremediable, los años perdidos, el miedo y el orgullo que siempre, una y
otra y otra vez, sin remedio arruinan su vida.
Al fin, cuando todo queda en silencio y soledad, cuando sólo el rumor del
agua y el lamento del viento rompen la quietud de la noche, se aproxima a la
sepultura. Con los ojos a punto de estallar en llanto e infinita ternura sobre
ella deposita entonces una rosa roja: frágil, bella, solitaria, herida... Tras
los árboles, mientras tanto, siempre implacable, el invierno acecha.
Me gusta tu forma de escribir, la historia impactante. Saludos amiga.
ResponderEliminarMuchas gracias Edwin. Me alegro mucho de que te haya gustado.
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