«Deprisa,
deprisa, más deprisa...» La cola no se movía y Claudio se desesperaba. No
toleraba los tiempos muertos. La espera lo superaba, no podía evitarlo. Se
retorcía las manos, miraba su reloj, carraspeaba con insistencia. Su relación
con el tiempo era complicada. Siempre lo había sido. Desde niño. «¿Falta mucho?
─preguntaba a su padre bien pequeño nada más subirse al coche camino del
colegio─, ¿ya llegamos?, ¡deprisa, papá, más deprisa!». Lo consumía la
impaciencia. Si ponía agua a hervir miraba cada dos segundos si ya burbujeaba,
si pedía comida a domicilio llamaba al repartidor cinco minutos después, si
hacía ejercicio en el gimnasio contemplaba su cuerpo en el espejo esperando
notar nuevos músculos de inmediato. Perder tiempo era perder vida. La prisa era
su motor y su condena.
Y ahora, aquella larga fila en el banco lo tenía al borde del colapso.
─
¿Podrían acelerar un poco, por favor?, bufó al fin incapaz de contenerse.
─
Tranquilo, joven ─se giró la señora de delante─, no pasa nada por esperar un
poco.
Pero
pasaba, claro que pasaba, y Claudio no podía resistirlo. Tenía los nervios de
punta y su cuerpo lo traicionaba a cada instante: taconeaba con descaro, alzaba el cuello, se
movía sin parar... ¿Por qué tardan tanto?, pensaba, si yo solo quiero ingresar
un cheque, ¡maldita sea!
Al
fin llegó su turno y el cajero comenzó a teclear sus datos.
─
¿Ya está?, preguntó inclinándose sobre el mostrador.
─
Un momento, por favor.
─
¿Ya?
─
No, todavía no.
La
parsimonia de aquel hombre lo volvía loco. Aquello era un insulto personal.
─ Esto es medieval ─gruñó mientras revisaba por enésima vez su smartphone de última generación─, en
pleno S.XXI y aún atendido por cajeros humanos, ¡qué atraso!
Y
entonces... Entonces sucedió. Todos los relojes se pararon, el murmullo de la
sala se apagó de golpe y el tiempo quedó petrificado.
¿Qué
era aquello?, ¿había sido tan grande su impaciencia que había logrado dominar
el tiempo?, ¿por fin lo había derrotado?
En
la calle el silencio era absoluto, los coches estaban detenidos, las palomas
suspendidas en el aire, los transeúntes inmóviles en la acera, congelados en
medio de una frase o de un bostezo.
Miró
a su alrededor y sonrió satisfecho. Tenía el mundo a sus pies sin esperas, sin
tiempo que perder. ¡Aleluya! No más filas, no más semáforos en rojo, no más
repartidores lentos. Estaba encantado. Al principio le pareció maravilloso, pero... poco a poco el silencio se hizo pesado
y espeso y el joven comenzó a suplicarle al reloj: «muévete, anda, un poquito,
solo un poco, prometo que esta vez esperaré con calma».
El
latido de la sangre entre sus sienes le hizo abrir los ojos. Se notaba mareado
y le dolía la cabeza.
─
¡Arriba! ─lo ayudó a levantarse del suelo el cajero que un momento antes lo
atendía─, ¿se encuentra bien?
─¿Qué
ha pasado?, murmuró Claudio llevándose la mano a la frente. Empezaba a salirle
un buen chichón.
─
Se ha desmayado. Creo que ha sido por el calor. ¿Se encuentra bien? ─repitió el
hombre con cara de preocupación─, ¿quiere un vaso de agua?
─
No, no, gracias, tengo mucha prisa, ya volveré otro día, respondió recogiendo
sus cosas a toda velocidad.
─
¡Espere! ¡Olvida su cheque!, gritó el hombre al verle salir disparado hacia la
puerta.
Corrió
tras él unos segundos pero al doblar la esquina ya lo había perdido de vista. ¡Increíble!
¿Cómo había podido desaparecer tan rápido?
─ ¡Cuánta impaciencia!, musitó mirando a todos lados con gesto de sorpresa.
Vaya, qué impaciencia... habría que decirle a Claudio que disfrute del momento, del instante, al fin y al cabo la vida es el andar y no el llegar :)) Muy buen relato.
ResponderEliminarSAludos.
El tema del reto era la impaciencia y, efectivamente, el personaje ha salido un pelín impaciente, jeje. Muchas gracias, Manuela. Me alegra que te haya gustado.
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