Un
reloj sin péndulo, un violín sin cuerdas, fotografías arañadas de olvido... Ana
vagabundeaba por la tienda a la espera de que amainase la tormenta, acariciaba
los objetos, examinaba las vitrinas, ojeaba algún libro de cubierta llamativa. La
lluvia la había obligado a refugiarse en aquel bazar de antigüedades en el que
nunca antes se había fijado y ahora recorría sus pasillos con un chispazo de
curiosidad, tan lleno todo de muebles, cachivaches y rarezas. El aire olía a
madera y cuero envejecido, las tablas del suelo crujían a su paso y los
estantes acumulaban polvo y descuido. Pero la estancia era confortable e
imperaba en su ambiente una dulce intimidad.
Un espejo de forma ovalada y ribetes de plata llamó de pronto su atención en medio del desorden. De niña jugaba en casa de la abuela con uno parecido, recordó al descubrirlo sobre un tocador. «Espejito, espejito...», parodiaban entre risas a la madrastra del cuento con aspavientos de villana. ¡Ay! Un pellizco de nostalgia la llevó a buscar al dependiente y con ojos brillantes de entusiasmo decidió comprarlo.
─Buena
elección ─le dijo el hombre con un guiño─. Durante años, este espejo ha sido
presencia callada. Ha estado dormido, quizá ahora despierte contigo.
─¿Un acertijo? ─sonrió la joven─ ¡Qué
enigmático!, ¿qué significa?
─Nada
─agitó él la cabeza mientras lo envolvía, arrepentido de la confidencia─. Solo
que te llevas un objeto muy especial. Muy especial ─repitió bajito, con voz
estrangulada.
Ana
no insistió. En la calle había dejado de llover y los rayos del sol perforaban insolentes
la negrura de las nubes. Pagó su compra y sin más preguntas salió del local.
Se
notaba contenta, animada por su pequeña aventura, pero al llegar a casa y deshacer
el paquete sucedió algo asombroso. El espejo brillaba de un modo distinto. El
cristal estaba helado, cubierto de escarcha por los bordes, y al ponerlo frente
a ella no fue su imagen la que apareció reflejada sino la de una niña con
trenzas que corría con un globo rojo entre las manos.
«¡Qué
demonios...!», murmuró, dejándolo caer al suelo.
Salió
de la habitación con el corazón desbocado y trató de serenarse. Aquello no
podía ser cierto, se dijo. Imposible. No, no, no, parpadeó con fuerza. Lo que
había visto era pura sugestión. Una mala jugada de su imaginación.
Volvió
sobre sus pasos y recogió el espejo con cuidado. Se asomó de nuevo a su reflejo
y ahora era la escena de una anciana sentada en su mecedora frente a una
chimenea lo que habitaba en su interior. En uno de sus dedos un anillo idéntico
al de su abuela, el que años atrás le había regalado siguiendo una vieja
tradición familiar, centelleaba con descaro. El mismo anillo que ella llevaba
desde entonces en el anular de su mano izquierda.
─
¿Pero qué es esto? ─musitó de nuevo la muchacha─, ¿eres un espejo mágico?
Rehízo
el envoltorio con esmero y otra vez marchó a la calle. «Un objeto muy
especial», había dicho el dependiente. ¡Vaya si lo era! Pero el truco debía
tener explicación y ella estaba decidida a conocerla.
Recorrió
la plaza por dos veces sin hallar el soportal que daba acceso a la tienda. Las
mesas de los cafés, antes recogidas, ocupaban ahora toda la explanada, llenas
de gente. Culebreó entre aquella algarabía buscando la puerta de entrada pero
no la encontró. ¿Cómo era posible? Ni rastro del bazar de antigüedades ni del
misterioso vendedor. Los dos se habían esfumado. Evaporados en el aire como el
chaparrón de la mañana. ¡Increíble!, ¿qué estaba pasando?, ¿estaría perdiendo
la razón?
Regresó
a casa con el alma encogida y guardó el espejo en un cajón. No quería volver a
mirarlo, pero... algo en su interior la forzaba a hacerlo y no logró resistir
la tentación.
«No
temas...», creyó escuchar un susurro en torno a ella.
Suspiró
resignada y se precipitó de nuevo dentro del espejo.
En
lugar de imágenes, ahora contemplaba una sucesión de emociones: sentimientos
atrapados dentro del cristal, congelados en el tiempo. Y algo en su mente
encajó de golpe. El espejo no mostraba lo que era sino lo que había sido o podría
ser. Era un eco de vidas vividas, un testigo inmortal del paso del tiempo, un
mensaje del pasado bendiciendo el porvenir. Y ella era la niña y la anciana y
las lágrimas y las risas... Un jeroglífico fragmentado donde todo bullía al
mismo tiempo y lo banal se mezclaba con lo grave, lo presente con lo antiguo, el
azar con lo sabido. Era una historia sin cerrar, la vida misma reclamando su
lugar.
Ana
lloraba sin notarlo pero el miedo había desaparecido del todo. Había entendido el
mensaje: «Nunca es bueno mirar solo hacia delante. Es hacia atrás como se
combate el olvido».
Dentro
del espejo la maraña del tiempo giraba. Y en su laberinto de espirales la
huella del pasado regresaba.
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