La
estación hierve de actividad. Es hora punta y decenas de viajeros corren por el
andén. Las consignas bullen como un enjambre. Ajenos al alboroto que los rodea,
enfrascados en sus propios pensamientos, dos jóvenes ─diabluras del destino─ cruzan
de repente la mirada. Él, mochila a la espalda y libro en las manos. Ella, parada
entre la gente con aire despistado. El tiempo se detiene. En los ojos de él,
presiente ella la luz de una aventura. En los de ella, él adivina un oasis de
calma. Sonríen al unísono y una promesa tiembla en el aire. Pero el hechizo se
rompe apenas nacido. La llegada del tren los trae de vuelta al presente, a los
horarios, los compromisos y las citas. Él sube a su vagón con un suspiro. Ella
duda un segundo, comprueba la hora en su reloj, no se mueve. Esos ojos... ¡ay,
esos ojos! Sacude al fin la cabeza con gesto de extrañeza, agarra sin ganas su
maleta y, tras un último vistazo por encima del hombro, se dirige a la salida. En
su mente, el eco silencioso de una despedida, de un encuentro inexistente, de
lo que pudo haber sido... De lo que nunca será.