Había
una vez un pueblito rodeado de montañas, un jardín de flores, una niña que
vivía con su abuela y un cielo repleto de estrellas.
Cada
noche, cuando ya empezaba a oscurecer, el jardín brillaba suavemente y la niña contemplaba
el espectáculo asomada a su ventana.
─
¡Abuela, mira! ¡Ya vienen las estrellas a dormir con nosotras!, palmoteaba con
ganas al descubrir los reflejos que su luz dibujaba en el cristal, justo antes
de acostarse.
No eran luciérnagas ni reflejos de luna, comenzaba entonces la abuela su cuento, la historia que cada noche sin falta reclamaba la pequeña. Su jardín, decía con gesto de misterio, era un puente que unía tierra y cielo. En él las estrellas velaban sus sueños hasta que el sol las relevaba en su guardia para pintar de colores la luz del amanecer.
«Dulces
sueños, mi vida», la arropaba con un beso la mujer, cuando ya la niña se
dormía.
Y
así, entre juegos y cuentos, abuela y nieta pasaban los días.
Hasta
que una mañana....
─
¡Ayayay! ¡Me he perdido! ¡Ayayay!
El
lamento hizo saltar a la chiquilla de su cama cuando apenas despuntaba el alba.
Corrió al jardín y allí, caída entre los lirios, encontró una estrella
diminuta, pequeña como una lágrima.
─
¡Me he perdido! ─repitió la estrella─, ¡no sé volver!, ¡ayayay!, ¡qué va a ser
de mí!
─
No tengas miedo ─sonrió la niña, tratando de calmar su angustia─, yo cuidaré de
ti y cuando se te pase el susto encontraremos el camino, ya lo verás.
La
recogió con una cucharita de plata y la llevó a su habitación. Preparó una cuna
de algodón, la arropó con trocitos de nube y la arrulló con nanas que
arrastraba el viento.
Poco
a poco la estrellita se fue recuperando. Cada noche brillaba más y más, pero el
miedo aún tiritaba en su mirada. Añoraba su casa, quería regresar y no se
atrevía.
─
¿Y si el cielo ya no me reconoce?, musitó al fin un día con voz temblorosa.
La
niña no supo responderle pero se quedó pensando. ¿Era eso posible? ¡No, cómo
iba el cielo a olvidarse de su estrella! No, no, no, aquello no podía ser.
Tenía que haber una solución. Todos los problemas la tenían, decía siempre la
abuela, y ella la iba a encontrar. Así que se encerró en su cuarto, pensó y
pensó y luego pensó todavía un poco más, hasta que de pronto una idea cruzó su
mente a la velocidad del rayo. Se levantó de un salto y corrió a buscar el
farol que encendían por las noches en el porche. Lo llenó con un montón de
pétalos de flores, acomodó entre ellos a la estrella y, tras explicarle el
plan, salió deprisa del jardín.
Bien agarrada a la lamparita, trepó colina arriba y en cuanto llegó a lo más alto, se puso de puntillas, la levantó con ambas manos sobre su cabeza y la agitó tres veces. Miles de luces titilaron entonces al unísono, el arcoíris extendió su manto y una brisa suave envolvió a la estrella para guiarla en su camino. Sus hermanas aguardaban a lo lejos. «Gracias», se despidió de su amiga con un guiño antes de correr a abrazarlas. Un destello de plata cayó al instante sobre el cuerpo de la niña, un suspiro atravesó las nubes y un pedacito de cielo quedó para siempre dentro de su corazón.
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