Los
últimos comensales abandonan el restaurante entre carcajadas y gestos cómplices.
«Buenas noches», «gracias», «hasta la próxima»..., los despide Manuel con una sonrisa cansada. Cierra
la puerta con un giro de llave, baja a medias la persiana y comienza a recoger
los restos esparcidos por las mesas. Un mundo de historias y sabores flota en
el aire. Una nube de alegrías, ilusiones, expectativas... ¡Cuántos secretos
guarda ese local!, suspira con una torre de platos bailando entre sus manos de
equilibrista. Ordena con esmero copas y cubiertos, conecta el lavavajillas,
apaga las luces y vuelve a la sala ahora en penumbra. Solo un pequeño rincón
permanece alumbrado a la llama de dos velas. Una cubitera con champán, servicio
para dos, estrépito de latidos en su corazón. Nadie ocupa nunca ese lugar. Es
su refugio. Su esperanza. Allí se sienta cada madrugada con un quejido ahogado
en la garganta. Pierde la mirada en el cristal de la ventana, noche tras noche
la aguarda. Ella prometió que volvería, pero... ¿Por qué no regresa?