La
luz del sol poniente declinaba veloz. El mar estaba en calma y cientos de chispitas
danzaban juguetonas al ritmo de las olas, estrellas diminutas que punteaban la
marea con relámpagos de cristal, espuma y plata. Un caleidoscopio de colores −ocres,
cobaltos, escarlatas, esmeraldas− teñía las aguas y sobre ellas un enredo de
nubes, sombras y brumas cubría poco a poco el azul del cielo. Comenzaba el
viento a virar y había en sus remolinos un presagio de lluvia, una advertencia
de tormenta, casi una amenaza, que quizá aquella misma noche se cumpliera.
Desde
el puente de mando el capitán de El Sueño
de los Mares contemplaba caer la tarde con un apunte de melancolía, silencioso
e inmóvil, un cigarrillo a medio consumir entre los dedos, la voz de Billie
Holiday susurrando de fondo antiguas melodías, sobrecogido de pronto por la
belleza, por la fugacidad y la magia de aquel espejismo tenue y sutil, de aquel
instante etéreo y frágil que, aún no pertenecía a la noche pero tampoco ya correspondía
al día. Viejo marino sin suerte, otras islas, otras costas, otras tempestades y
otros mares, su corazón aventurero en silencio añoraba. Y, en secreto, algunas
veces, en atardeceres como aquel, justo al hundirse el sol entre las aguas, al
dios de los océanos rogaba su amparo y con fervor suplicaba una oportunidad, el
milagro que lo hiciera regresar a un mundo antiguo y casi olvidado, a un mundo que
fue suyo una vez, que luego −no recordaba razón ni causa o quizá sí pero ya
poco importaba− había perdido y no era ahora más que una leve sombra anclada
con dulzura y timidez a su memoria.
La
sirena que advertía la proximidad de la cena lo sacó del ensueño. Suspiró
contrariado y se dispuso a prepararse. Su vida anterior quedaba lejos, muy lejos
de allí, galernas y mistrales hacía ya mucho le torcieron el rumbo y no era ya
tiempo de culpas, arrepentimientos ni lamentos. Tampoco era el suyo, si bien lo
pensaba, un mal puesto. No, al contrario, muchos considerarían aquel empleo elegante,
sofisticado, incluso divertido, se dijo al
fin, sacudiendo su mente de recuerdos y fantasmas. Sucedía que, a veces,
la rutina y ese eterno e inacabable periplo que repetía sin tregua una y otra y
otra vez −de Barcelona a Marsella, de Marsella a Génova, de Génova a Nápoles,
de Nápoles a Messina, de Messina a Barcelona y de nuevo vuelta a empezar− lo
agotaba y lo hacía sentir un ratoncillo aturdido y tontorrón gira que te gira
en una rueda infinita, sin destino ni final. Esa imagen dibujó en su ya canosa
y algo desaliñada barba de marino una sonrisa breve y melancólica, consultó la
hora en su reloj y decidió llegado el momento de bajar al comedor. Por alguna
razón que, cierto es, a él se le escapaba, la cena junto al capitán, en su mesa
y con sus oficiales, era uno de los divertimentos −excesivo le resultaba decir
honores− que el pasaje de aquellos cruceros, tan decadentes y trasnochados que casi
parecían ahora sacados de otra época, más disfrutaba y no debía por ello
retrasarse.
Escuchó
a lo lejos los primeros compases de la orquesta y un ligero rumor de
conversaciones, brindis y risas que el continuo trepidar de máquinas allá abajo
en las entrañas del barco, no logró eclipsar. Adivinó parejas vestidas de gala,
burbujas de champán, románticas velas prendidas en las mesas...
Una
gaviota que planeó majestuosa sobre cubierta distrajo su atención. Giró sobre
sí mismo siguiendo su vuelo y entonces, al alzar los ojos... Entonces fue
cuando la vio.
Y
un latido de menos palpitó en su corazón.
Hielo
y muerte en la mirada. Humillación, rabia, vergüenza, impotencia y asombro en
lo más hondo del alma. Suyos de pronto el desamparo y la desolación.
A
la deriva, solitaria, maltrecha, desmadejada, una maleta se mecía suavemente,
arriba y abajo, entre las aguas. Ningún otro signo en torno a ella de
naufragio. Sólo frío y silencio. Y dolor. Y miedo.
Una
maleta. Una vieja maleta anónima y ya sin dueño cargada de ilusiones, de sueños,
de esperanzas... de polvo y nada, de almas rotas arrastradas por los vientos, de
vidas desamparadas sin futuro, sin suerte ni destino que contra las costas de
la vieja Europa, de su frivolidad y cruel indiferencia, fueron a estrellarse,
mudas e invisibles, una noche cualquiera de tormenta. Tristes notas malsonantes
quebrando a destiempo, sin permiso, acusadoras, imprevistas... ritmos,
cadencias y armonías, desenmascarando traiciones, ficciones y mentiras.
Imagen:
Eduardo Úrculo
Relato
publicado en la Antología "A punta de relato". Valencia Escribe. Abril 2019.
Muy inquietante tu relato. La descripción de la soledad y el ánimo del capitán es muy buena y hace sentir la misma cansada desolación que él siente. La maleta apareciendo de improviso flotando en el agua abre muchas posibilidades para la imaginación.
ResponderEliminarUn beso.
Un beso, Rosa. Muchísimas gracias!
Eliminar¡Hermoso relato, Marta! Las descripciones me han fascinado y el ritmo de la narración parece un baile de emociones que danzan alrededor de la maleta. Enhorabuena. Un beso.
ResponderEliminarAriel
Besos, Ariel. Precioso lo que me dices siempre.
EliminarSi lugar a dudas me gusta tus escritos tienen magia
ResponderEliminarPues me alegro muchísimo. Mil gracias!
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