Nunca mueren los viejos rockeros, cuenta la leyenda y no seré yo quien la
desmienta. Al contrario. Casi podría asegurar que sea cierta. Tampoco quiero
engañar a nadie y debo añadir por eso que morir tal vez no mueran pero
envejecer... ¡ay! envejecer, vaya si lo hacemos.
Dejen que les cuente mi historia. No es una gran historia y nada tendría
de particular si no fuera por el único y chiquitísimo detalle de que es la mía.
Convendrán conmigo que, aunque insignificante, esta circunstancia resulta para
mí fundamental. Aunque, tal vez... tal vez en el fondo sí lo sea. Una gran
historia, digo. No sé, ustedes juzgarán. Pero, discúlpenme, a punto estaba ya
de andarme por las ramas. Es esta dichosa tendencia mía a divagar que en
cualquier momento me asalta. Y es que me encanta conversar aunque muchas
ocasiones de hacerlo no tenga, esa es la verdad. Gajes de la vejez, ya les dije
que, lenta pero despiadada e inmisericorde como suele, sin apenas darte cuenta,
derrotado y solo el día menos pensado te deja. En fin, el caso es que creo
haber avivado ya una pizquita su curiosidad y prometo no aburrirles si me
brindan, generosos, su atención.