Todo ha salido mal. Estrepitosamente mal. Un fracaso total, vaya. Eso es
lo que ha sido. Y no entiendo qué ha fallado porque en teoría mi plan era
perfecto. En teoría, claro, solo en teoría. En la práctica a la vista está que
no lo ha sido. En fin, que lo había preparado todo con mimo y repasado cientos
de veces. Meses y meses de trabajo sin dejar un solo detalle al azar, cabina
incluida. Que esa es otra: medio mundo he
tenido que recorrer para encontrar al fin la dichosa cabina de teléfonos.
El traje, el peinado ─litros de gomina,
caracolillo en la frente─ la
coreografía... Todo perfectamente ensayado, ya digo. Tres vueltas a la
izquierda, tres a la derecha, espiral, torbellino, puño en alto y... ¡voilà!.
Tejado por los aires y a volar. ¡Parecía tan fácil! Y, sin embargo, lo único
que he conseguido ha sido darme de morros contra el suelo y una brecha en la
ceja digna del mejor combate de boxeo. Suerte que nadie ha presenciado semejante
ridículo. Eso creo, al menos y es lo único que ahora me consuela. Aunque cuando
se me pase el susto y el mareo quizá lo vuelva a intentar. Tampoco Clark Kent
acertaría a la primera. Vamos, digo yo...