I
Martín
despertó al amanecer sobresaltado por el repiqueteo de la lluvia en los
cristales y una pesadilla que de inmediato olvidó. Se sentó sobre la cama y, a
oscuras, enredado todavía en las extrañas sensaciones del mal sueño, permaneció
un instante escuchando la tormenta a la espera de que, poco a poco, se calmaran
aquellos golpes de tambor que tan descontrolados retumbaban en su pecho. El día
apenas comenzaba a clarear pero seguro de que no podría ya volver a dormir,
decidió levantarse. Buscó bajo la cama sus viejas zapatillas, bostezó perezoso,
acarició la peluda cabecita de Blacky que, hecho un ovillo, roncaba sobre la
alfombra y se acercó a la ventana.
Llovía. Había llovido sin parar casi desde el día en que llegó, a punto estaba
ya de cumplirse una semana y todavía se veía el cielo tan encapotado aquella
mañana, que por completo abandonó el niño toda esperanza de corretear por los
campos, libre y a sus anchas, recorrer sobre su bicicleta como siempre hacía, con
paciencia y abnegado espíritu de explorador cada rincón y construir por fin, también
como cada verano, su refugio secreto entre los álamos del río.