El masajista no tardó en reconocer aquel lunar bajo la nuca y cuando lo
hizo un escalofrío recorrió su cuerpo. La memoria de un tiempo antiguo,
doloroso y oscuro, un tiempo que durante toda una vida quiso olvidar, lo asaltó
de golpe. Supo en ese momento que la suerte estaba echada y un cansancio
infinito que tal vez fuera resignación, tal vez alivio por haber de afrontar al
fin lo que siempre y tanto temió, fue lo único que sintió. Años eternos de
espanto infantil, chispazos de horror revividos en un instante mientras sus
manos, siempre asépticas y profesionales, luchaban ahora contra aquella pulsión
irrefrenable sobre la piel del mismísimo diablo.
"Todas las penas pueden soportarse si se convierten en una historia". Isak Dinesen.
lunes, 12 de septiembre de 2016
sábado, 10 de septiembre de 2016
Confesión
He matado a un hombre. Otro. Uno más. Hace
exactamente dos horas y diecisiete minutos. No ha sido el único,
ya digo. Hubo otros antes. Muchos. Siempre con premeditación y alevosía. A
sangre fría. Así actúo. Lo confieso ahora sin dolor, sin culpa ni
arrepentimiento. Y no busco perdón. Tampoco acallar mi conciencia. Sólo ocurre
que por alguna extraña razón que ni yo misma del todo comprendo, sentí de
pronto el impulso de contar lo sucedido. Quizá busque en el fondo −sí, todo es posible−
algo de comprensión. Quién sabe.
Difícil, en cualquier caso, me resulta precisar
con exactitud cuántos hombres murieron o quedaron, a lo largo de los años,
malheridos por mi causa. Pero sé, y absoluta es mi certeza, que este último que
tal vez ahora aún se debata entre la vida y la muerte, agonizante, sin todavía dar crédito (nunca lo hacen) a lo ocurrido, no será el último.
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