Lo había logrado. Una legión de internautas acababa de encumbrarla reina de las redes. La estrella más brillante, la más bonita, la más querida. ¡Cuánto lo había deseado y cuánto se había esforzado para conseguirlo! Desde niña su mundo había girado en torno a ello. Ambicionaba fama y reconocimiento, ser alguien especial, y pronto Instagram, TikTok, Youtube... no tuvieron ningún secreto para ella. Había estudiado con detalle cada movimiento de sus ídolos, copiaba estrategias, analizaba perspectivas, revisaba sus publicaciones una y otra y otra vez hasta dar con la clave de un éxito que al fin ahora había caído rendido a sus pies. Cada imagen compartida era una obra de arte pensada al milímetro, escenas perfectas que mostraban una vida inexistente. Los vídeos, pequeñas píldoras de cotidianeidad planificadas con esmero, se viralizaban al instante por su alegría contagiosa y aparente desenfado. Sus seguidores se multiplicaban por minutos, las firmas desesperaban por ficharla y el universo digital la idolatraba sin medida. Objetivo cumplido. Era su momento. Y sin embargo... ¿Por qué no conseguía sentirse satisfecha? ¿Qué era ese vacío que notaba en el centro mismo del pecho? ¿Ese agujero que a golpe de likes parecía ensancharse cada día más y más?