El
anonimato era su mejor arma. La madrugada su cómplice. Farolas y adoquines sus
testigos. Todos sabían de sus actos pero nadie lo había visto jamás. Aparecía
como un fantasma en la ciudad dormida. Una silueta encapuchada, casi un espejismo
reflejado en callejones oscuros, que al amanecer se desvanecía. Huía de los
focos, un pseudónimo disfrazaba su nombre y su rostro era un enigma. Era
invisible. Una sombra. Una leyenda.
Los muros habían sido continuamente su obsesión. Lo atraían con la fuerza de un imán. Desde siempre. Desde niño. Ejercían sobre él una fascinación inexplicable, un hechizo que despertaba sin aviso su instinto de francotirador justiciero. Los elegía con mimo y al descubrir uno de su gusto lo atravesaba un flechazo repentino. Acariciaba sus capas de pintura desconchada, las cicatrices de sus grietas, la herida que en ellos había dejado el olvido. Los engranajes de su mente comenzaban entonces a girar y ponían en marcha el ritual.