Por fin había llegado el día.
Durante semanas la prensa había anunciado a bombo y platillo el acontecimiento
y en el ambiente flotaba una sensación extraña, mezcla de ilusión y
nerviosismo. La sala estaba repleta. Hacía días que no quedaba un solo asiento
libre y la expectación era máxima. Todos los presentes se sabían testigos
afortunados de un momento único e irrepetible. Espectadores ansiosos por
conocer los secretos que el mago más famoso de todos los tiempos había
prometido desvelar precisamente sobre aquel escenario en la que probablemente,
él mismo había dicho, sería la última función de su carrera.
El telón se
alzó al fin y el espectáculo comenzó. Los números se sucedían uno tras otro
arrancando el aplauso encendido de un público entregado que levantó
unánimemente las manos cuando el artista reclamó un voluntario para colaborar
en su siguiente actuación. Una joven rubia y sonriente fue la elegida. Subió
decidida al escenario y entre bromas y risas el mago la colocó frente a una
diana diminuta preparándose para lanzar sobre ella el primero de los cinco
sables que habrían de atravesarla, en medio de un silencio absoluto de
respiraciones contenidas. Un instante después un grito inesperado, triste y
brutal, rompió en mil pedazos la magia de la noche. Las luces se apagaron, el
telón cayó de golpe y el ilusionista se volatilizó en el aire dejando tras de
sí cientos de expresiones atónitas, incapaces de adivinar si lo allí sucedido
fue sueño o realidad.