Presiento −y no preciso para ello
recurrir a la dotes adivinatorias que tantos me adjudican− son ustedes parte de
ese tipo de personas que adora la primavera. No es un reproche, no ¿cómo iba a
serlo? se trata sólo de una simple observación. Y es que son legión los
entusiastas de tal estación. Tal vez hasta ahora no hubieran reparado ustedes
en ello o no hubieran prestado al asunto la atención que a mi juicio merece
pero, créanme, yo sé bien de lo que hablo. Pregunten, pregunten a cualquiera y verán
como de inmediato y sin el más leve pestañeo todas las respuestas, sin apenas
excepción, se inclinan a favor de la bellísima, fresca, flamante y cautivadora primavera.
Conste que lo digo sin atisbo alguno de ironía, no se confundan y no atribuyan
a mis palabras un sentido del que por completo carecen. No, nada más lejos. Muy
al contrario, entiendo su éxito a la perfección: luminosa, alegre, aromática, poética,
romántica a rabiar... La reina de la fiesta, vaya. Aunque, si vamos a ser
sinceros, hemos de reconocer también que tras los larguísimos, grises y
lluviosos meses invernales que la preceden, mucho mérito tampoco tiene la cosa
¿no creen? Bien fácil ha de resultarle ejercer su hechizo, su calidez y su
dulzura bajo esos espléndidos e inmensos cielos azules, tibias y brillantes tardes
de sol y mágicas noches estrelladas sobre los que, poco a poco, la muy pícara
ha tejido su leyenda.
En fin. El caso, como seguro ya
habrán adivinado, es que pese a todas sus excelencias, su belleza, su magia, su
poesía... yo la odio. Sí, odio la maldita primavera con toda la fuerza de mi
pequeño ser.