El
lienzo en blanco gritaba su fracaso desde el centro de la estancia. Los colores
huían de sus manos y ningún trazo salía de la brocha del pintor. La inspiración
lo había abandonado. Estaba hueco, vacío como el cofre de un tesoro
inexistente. Un rumor de voces en la calle lo llevó hasta la ventana.
Entreabrió los postigos y descubrió con sorpresa la plaza engalanada, llena de
cintas y guirnaldas. El equinoccio de primavera se acercaba y el pueblo
preparaba el festival de los colores. ¡Cómo había podido olvidarlo! Bajó
deprisa y pasó la tarde ojeando los tenderetes del mercado que ya los
comerciantes habían instalado. Telas de tonos brillantes, especias de embriagadores
aromas, acuarelas de extraños colores... Sí, eso era lo que él buscaba. Contaba
una antigua leyenda que la magia habitaba aquellos pigmentos. Cada uno tenía su
significado. El rojo representaba el amor, el amarillo la felicidad, el verde
la esperanza... Y al lanzarlos al aire, todos juntos sin orden ni concierto, un
arcoíris de alegría llenaba el mundo con su luz. Sonrió al recordar el cuento y
tomó una pizca entre sus dedos. Azul para la calma, violeta para la
creatividad... Mezcló en un tarro todas las esencias que encontró y regresó a
casa feliz con su botín. La vida era un lienzo en blanco ─la idea le atravesó
como una flecha el pensamiento─ blanco como el lienzo que aguardaba en su
estudio, blanco para llenarlo de color. Y esa inspiración sostuvo el ánimo del
pintor.