«Deprisa,
deprisa, más deprisa...» La cola no se movía y Claudio se desesperaba. No
toleraba los tiempos muertos. La espera lo superaba, no podía evitarlo. Se
retorcía las manos, miraba su reloj, carraspeaba con insistencia. Su relación
con el tiempo era complicada. Siempre lo había sido. Desde niño. «¿Falta mucho?
─preguntaba a su padre bien pequeño nada más subirse al coche camino del
colegio─, ¿ya llegamos?, ¡deprisa, papá, más deprisa!». Lo consumía la
impaciencia. Si ponía agua a hervir miraba cada dos segundos si ya burbujeaba,
si pedía comida a domicilio llamaba al repartidor cinco minutos después, si
hacía ejercicio en el gimnasio contemplaba su cuerpo en el espejo esperando
notar nuevos músculos de inmediato. Perder tiempo era perder vida. La prisa era
su motor y su condena.
Y ahora, aquella larga fila en el banco lo tenía al borde del colapso.