Hay
personas que mejoran el mundo, ángeles sin alas que nos abrigan el alma y nos
la incendian de ternura. Disfrazan de inocencia su poder e invisibles tras su
máscara jamás a nadie revelan su secreto. Una vez, hace mucho tiempo, uno de
ellos detuvo su camino frente a mí. No supe entonces verlo.
⸺Buenas tardes, doña
Adela −saludaba yo cada
miércoles, cargada de libros la mochila, extraviada la mente en el partido en
que, seguro, ya se habrían enzarzado mis amigos, enfurruñado con autocompasión
de criatura por mi triste suerte.
⸺Pasa, hijo, pasa −sonreía ella, empujando pasillo adelante mi mal humor y mi desgana, acomodándolos con cuidado en la pequeña salita ya dispuesta para la clase: libre de fotos y tapete la camilla, flexo encendido, máquina de coser contra la pared, envuelta la habitación en aquella bruma de calor que un brasero viejo y muy destartalado desprendía de continuo a nuestros pies.
Matemáticas y literatura. Una tarde a la
semana, de cinco a ocho. Aquel había sido el pacto con mamá y yo debía
respetarlo. En juego andaban las vacaciones y una sorpresa de fin de curso que,
si todo iba bien, me había ella prometido.
Ovillada
en su rincón ronroneaba Luna, una gatita ciega con aires de princesa que solo
toleraba las caricias de su dueña. Arisca y orgullosa como una zarina rusa.
Mientras
yo esparcía por la mesa rotuladores y cuadernos, un ojo pendiente de Luna,
ofendido en secreto por su indiferencia, doña Adela preparaba la merienda en la
cocina: chocolate caliente y un riquísimo bizcocho de nueces y canela,
sospechosamente parecido al de Rosales,
la panadería del barrio, que el duendecillo travieso que habitaba en sus ojos juraba
con descaro sublime haber horneado esa misma mañana solo para mí. Yo reía su
broma a carcajadas, ella fingía escandalizarse de mi incredulidad, se hacía un
poquito la ofendida y guiñaba luego un ojo con picardía. Siempre fue buena
cocinera pero por nada del mundo −decía con sorna− aspiraba a aquellas alturas de
la vida a convertirse en una de esas cándidas abuelitas a un delantal pegadas, repleta
la nevera de tartas y compotas. Había tanto por hacer, tanto todavía que
aprender...
Era
aquella devoción suya por el estudio, por la belleza, por las artes y el saber,
la ilusión tan sincera y evidente con que acogía nuestros avances, nuestros pequeños
triunfos y progresos, lo que la convertía sin duda en una mujer distinta y
especial, lo que después de tantos años, aún hoy, de ella guarda mi recuerdo.
Entre
ecuaciones y poesía, saltando de Quevedo a Lorca, murmurando versos de Bécquer o Machado (¡cómo adoraba aquella
mujer las rimas de Bécquer y sus cuentos de fantasmas!), me hablaba algunas
veces de su infancia de niña pobre, del hambre y de una guerra tan ajena, tan
lejana entonces para mí como las de Troya o el Peloponeso.
En
la habitación del fondo, la última del larguísimo pasillo que recorría la casa,
Gene Kelly cantaba bajo la lluvia para un marido enfermo de olvido y
desmemoria. Disfrutaba el hombre cada tarde la película como si la viera por primera
vez, hechizado por una peripecia y unos personajes que de inmediato olvidaba
para enamorarse de ellos de nuevo poco después.
Los
primeros síntomas de la enfermedad −contaba ella− habían aparecido por
sorpresa, años atrás, recién apenas jubilado: imágenes y palabras se
desdibujaban veloces en su mente, perdía el nombre de las cosas, llamaba a
gritos a la madre y, sin consuelo, lloraba hasta dormirse algunas noches. Poco
a poco, implacable, el mal avanzó y al fin, él, un hombre que jamás había
estado enfermo, siempre fuerte y enérgico, se transformó en un ser desvalido y
frágil. Se les quebró el futuro. Y la vejez amable y tranquila que Adela y Fernando
un día planearon saltó en pedazos.
Los
hijos estaban lejos, apenas ayudaban, venció ella lentamente miedo y desconcierto
y sin rastro de amargura afrontó la soledad, reunió valor. «Cosas de la vida, −decía− la vida con sus penas y alegrías».
⸺Ay, hijo, no me hagas
caso, −se disculpaba de pronto− los
viejos arrancamos a hablar y parece que nos dieran cuerda.
Y volvíamos −sonrisa en los labios, cabeza
entre los libros− a despejar incógnitas y farfullar poemas.
Llegó
por fin el temido fin de curso y sus exámenes y ¡qué nerviosa recuerdo a doña
Adela aquellos días!
Pero...
¡Aprobó!
Feliz
con su diploma bajo el brazo, ella reía y lloraba a un tiempo. Consolaba en lo
más hondo de su alma a la niña que fue, a aquella niña solitaria, sin padre y
sin escuela, ansiosa por recuperar los años perdidos, a la muchacha y la mujer
que después habitaron su cuerpo, siempre sin cicatrizar la herida de su
pequeñez y su ignorancia.
Junto a mi madre, olvidado por completo del regalo prometido meses atrás, también yo en aquel instante temblaba de emoción y juro que jamás hubo maestro más orgulloso en el mundo que yo aquel día.
Siguió luego su curso la vida con sus derrotas, victorias, tristezas, alegrías... Siempre, en algún lugar del corazón y la memoria, permaneció doña Adela. Mi mejor alumna. La primera.
Relato
publicado en la Antología "Cada vez más iguales". Valencia Escribe.
Octubre 2020.
Muy tierno el escrito, con un giro inesperado sobre el final.
ResponderEliminarUna narración acorde a ese ángel sin alas que era Adela.
Un saludo, Marta!
Muchas gracias, Federico. Me alegro mucho de que te haya gustado 😉
EliminarEmotivo y tieno relato con ese bello e inesperado final que deja una extraña sensación. Saludos!
ResponderEliminarMuchas gracias, Norte. Qué bien que te haya gustado! 🙂
Eliminar¡Qué maravilla! Me encanta.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Salva. Cuánto me alegro!
ResponderEliminarUna narración preciosa y tierna. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarPues me alegro mucho. Mil gracias!
EliminarMarta, creo que tu relato no puede dejar indiferente a nadie. Te felicito. Muy hermoso y tierno. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarUn beso grande, Ana. Muchísimas gracias!
EliminarUna preciosura Marta, sencillamente el arte de lo cotidiano elevado a obra literaria con tu inconfundible estilo.
ResponderEliminarUna vez más, felicidades.
Sin palabras me dejas, Miguel. Qué bonito lo que dices! Muchísimas gracias!
EliminarPrecioso.
ResponderEliminarMuchas gracias, Margarita.
EliminarFíjate tú que al principio pensé que doña Adela era la maestra y que el mucchaco asistía a clases particulares de repaso, jeje. Pero pronto he descubierto, maravillado, la verdadera situación, la de una historia llena de simpatía y ternura, de generosidad y de voluntad por ayudar a quien tiene sed de conocimiento, a pesar de los años cumplidos.
ResponderEliminarMe ha parecido un relato maravilloso, tanto por el fondo humano de la historia como por la forma de narrarla.
Un abrazo.
Jeje, esa era la idea: jugar un poco al despiste. Me alegro muchísimo de que te haya gustado, Josep. Mil gracias!
Eliminar¡Qué buen relato, Marta! Me gustó que el verdadero maestro se descubriera al final.
ResponderEliminarBesos.
Un beso, Mirella. Muchísimas gracias!
EliminarUn relato de los que te dejan la sensación de que a pesar de todo siempre existe la posibilidad de seguir adelante, de que nunca es demasiado tarde y que siempre quedan sueños por los que luchar. Una lectura muy agradable, Marta. Un abrazo!
ResponderEliminarMuchas gracias, David. Me alegro mucho de que te haya gustado.
EliminarQué decir que no te hayan dicho ya, Marta. Tu relato es de esos que si ya gustaban las primeras líneas, enamoran completamente al final. Una maravillosa historia de superación, de valentía, de ilusión por apurar la vida hasta el último trago. Ainssss me ha encantado :))
ResponderEliminar¡Un beso!
Ayyy, cuánto me alegro, Julia! Es precioso lo que dices. Mil gracias!
EliminarHermosísimo relato, Marta. La ternura de ese ángel sin alas se percibe en cada línea escrita. De veras no pensé que ella era la alumna, la primera que tenía el muchacho. De nuevo has logrado cautivarme con tu estilo tan peculiar para narrar historias. Mis felicitaciones por este relato maravilloso.
ResponderEliminarUn beso!
Ariel
Mil gracias, Ariel! Un beso grande.
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