Tarde
de domingo. Por fin. Nunca le gustó el fútbol, sigue sin gustarle y, sin
embargo, de un tiempo a esta parte, María adora las tardes de fútbol y domingo.
Arranca
el carrusel deportivo, escucha a lo lejos los primeros acordes de su
inconfundible sintonía y, sin apenas darse cuenta, casi casi a traición, sus
labios se curvan en algo parecido, muy parecido, a una sonrisa. Inevitable la
melancolía, atravesada de pasado y de nostalgia, al instante piensa en sus
hermanos: Javier y Pablo.
Y,
uno tras otro, se le amontonan los recuerdos.
Imposible
explicar cuánto los añora. Los echa tanto de menos que, incluso el ardor con
que de niña discutía con ellos las tardes de domingo, de algún lugar muy remoto,
rescata ahora su memoria con una pizca de emoción y de ternura.
Aquellos
dos grandullones, forofos impenitentes siempre a la carrera tras un balón, siempre
inventando goles y regates imposibles, planeando ataques, defensas, tácticas,
estrategias... lograban a veces (con absoluta premeditación, aseguraba ella por
entonces) sacarla de quicio. La enfurecía hasta lo indecible que nunca, por
mucho que suplicara −y vaya si lo hacía− la dejaran ver la película que había
esperado con paciente e impecable devoción cinéfila durante toda la semana o el
nuevo capítulo de la serie que a la mañana siguiente, seguro todo el mundo −salvo
ella, por supuesto− comentaría en el instituto y que, por alguna incomprensible
y maldita casualidad, coincidía siempre, pero siempre, con la hora exacta del
partido. Pese a todo, aunque a ratos los odiara a muerte y legendarias fueran
sus peleas, al final acababa celebrando junto a ellos (unida al enemigo, qué
remedio) los goles de su equipo, saltando todos como locos sobre los cojines
del sofá.
¡Ay!
¡Si supieran ahora...!
Pero
ocurre que el tiempo pasa, que las cosas cambian y que para ella han cambiado
mucho. Muchísimo. Tanto que las tardes de fútbol y domingo son ahora, sin duda alguna,
su momento favorito.
A
la hora convenida comienzan a llegar los amigos, esa peña futbolera de Ricardo
que más que asociación parece ciertamente una hermandad y de inmediato, la casa
se llena de voces, de provocaciones, de risas, de olor a pizza y sabor a
cerveza. Un ambiente festivo y delirante que quiebra de un plumazo la
inevitable y agotadora rutina diaria, todo lo invade y no hay en el mundo en
ese instante nadie (persona, animal o cosa)
más feliz que ese grupo exultante, fervoroso y jovial.
María
no sabe quiénes ni cuántos son esos semanales invitados. No los conoce, probablemente
nunca lo hará y aun así, cada domingo, espera con ansia su visita. Hasta ella
tan sólo llega de cuando en cuando un eco lejano de gritos, de goles, el sonido
amortiguado de una radio o un televisor... Nunca los ve, los adivina en la
distancia, siente su presencia, los intuye y eso la calma. Ni siquiera ya inventa
como hacía antes, al principio, cuando aún guardaba su corazón algún latido de osadía
o de esperanza, arriesgados modos de captar su atención ni fantasea la fortuna
de que alguna de esas tardes, una tarde de fútbol cualquiera, alguien desenmascare
con arrojo ese espejismo y al fin a ella de su cautiverio la rescate, o tan
sólo durante un segundo, no más que un segundo, presienta levemente su existencia.
Sabe −catastrófica y desengañada es su certeza− que no sucederá, que entre los
recovecos del tiempo hace ya mucho se perdió para siempre y sin remedio su aliento
y su recuerdo. Y así, prendida la mirada de un deseo cándido, ilusorio,
imposible, cobra forma domingo tras domingo en su interior una emoción a la que
no logra poner nombre, una profunda sensación de pérdida, una nostalgia
incurable, cierta piedad amarga y dolorida por esos minúsculos instantes que, no
sabría decir cómo, lograron atravesar el pasado y llegaron hasta ella de otro
mundo como ingenuos polizones.
Y,
aunque no le gusta el fútbol, nunca le gustó y sigue por supuesto sin gustarle,
María adora las tardes de fútbol y domingo. Tardes que, por algún afortunado
sortilegio, aplacan la ferocidad del monstruo y a su prisionera regalan noventa
preciosos minutos de paz. Con suerte, quizá alguno más.
Relato
para Zenda #historiasdefútbol
Sentimiento contagiado diría yo. Suele suceder en gran mayoría. Pero lo importante es compartir, pasarlo bien, aún con todo, seguramente deberían mediar: unos findes con fútbol y otros con la peli. Pero bueno el mando, ay! El mando, siempre cae en manos del hombre y los amigos. Jeje! Está muy bien redactado, por supuesto ,y has conseguido trasladar el sentimiento de un domingo y del ser fan de un equipo, además de las quedadas con los amigos. Me ha gustado. Un saludo!
ResponderEliminarMuchas gracias, Keren. Me alegro mucho de que te haya gustado.
EliminarLa pérdida relatada de una manera magnífica Marta; y ese deseo de que incluso haya prórroga lo dice todo de María. Saludos!
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Miguel. Un beso.
EliminarUn relato impecable en su forma y muy emotivo en su fondo. La añoranza y el dolor por lo que se perdió suele compensarse con el recuerdo y la ilusión de que todo sigue igual.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchísimas gracias, Josep. Me alegro mucho de que te haya gustado 😉
EliminarHas sabido captar ese sentimiento de continuidad en la ausencia. Esos momentos como la Navidad, las tardes del carrusel deportivo o la comida frente al telediario, son constantes inmutables a las ausencias de los que ya no nos acompañan. En El Aleph de Borges se iniciaba con el lamento del protagonista porque cambiaban un cartel publicitario por otro que ya no vería su amiga fallecida. El primero de muchos cambios, aquí das el contrapunto. Un abrazo!!
ResponderEliminarQué emoción, David que el relato te haya hecho pensar en Borges. Un millón de gracias.
EliminarEl recuerdo muchas veces da vida a este futuro que se difumina en la pérdida. Es un relato nostálgico, emotivo y realmente preciosa, Marta.
ResponderEliminarUn beso, y feliz fin de semana.
Muchas gracias, Irene. No sabes cuánto me alegro de que te haya gustado. Un beso.
EliminarLa nostalgia plasmada en lo cotidiano,... y pidiendo a gritos la prórroga. Me ha encantado Marta!
ResponderEliminarPequeños momentos que cobran con el tiempo otra dimensión... Muchísimas gracias, Norte. Me alegro un montón de que te haya gustado.
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