He matado a un hombre. Otro. Uno más. Hace
exactamente dos horas y diecisiete minutos. No ha sido el único,
ya digo. Hubo otros antes. Muchos. Siempre con premeditación y alevosía. A
sangre fría. Así actúo. Lo confieso ahora sin dolor, sin culpa ni
arrepentimiento. Y no busco perdón. Tampoco acallar mi conciencia. Sólo ocurre
que por alguna extraña razón que ni yo misma del todo comprendo, sentí de
pronto el impulso de contar lo sucedido. Quizá busque en el fondo −sí, todo es posible−
algo de comprensión. Quién sabe.
Difícil, en cualquier caso, me resulta precisar
con exactitud cuántos hombres murieron o quedaron, a lo largo de los años,
malheridos por mi causa. Pero sé, y absoluta es mi certeza, que este último que
tal vez ahora aún se debata entre la vida y la muerte, agonizante, sin todavía dar crédito (nunca lo hacen) a lo ocurrido, no será el último.
«¡Mi corazón!», «¡devuélveme, ten piedad, el corazón!», suplicaba el pobre diablo
mientras yo, cumplida ya mi misión, de su lado y de mi crimen, sin volver la
vista atrás, con aquella víscera sangrienta aún latente entre mis dedos, me
alejaba.
Incrédulo y deshecho en llanto, manos al pecho,
extraviada la mirada, pintado en el rostro espanto y desconcierto, quizá por un
instante creyó −¡criatura ingenua!− podrían sus lágrimas conmoverme.
Y sí, suena cruel, terrible y cruel, lo sé, pero
es lo cierto que también esta vez, como tantas, como siempre, resultó de nuevo todo
tan melodramático, tan penoso, tan patético y sobreactuado.
Diré en honor a la verdad que no fue su culpa,
justo es y así lo reconozco. Nunca sospechó de mí, no hubo motivo. Nunca intuyó
a lo que se enfrentaba y en modo alguno, hubiera podido aquel triste infeliz
adivinarlo. Desde el primer instante, mucho antes del primer beso o la primera caricia,
del primer pícaro y en absoluto casual cruce de miradas y sonrisas, como
cualquier buen sicario que se precie y yo lo hago, ya era yo entonces inmune a
su dolor, a todo dolor. En ningún momento él lo advirtió. Ese fue mi triunfo.
Esa su condena.
Y no, no persigo compasión, tampoco piedad. No
las quiero. Sólo sucede −y aquí, no en la venganza como seguro muchos pronto pensarán,
se halla el móvil de mi ruindad y de mis infamias− que también yo un día, en
tierra hostil, extravié mi corazón. Lo entregué a quien no debía y al instante sin
remedio lo perdí. Sólo mía fue la culpa. Si lo regalé o con malas artes lo
robaron, no soy quien para juzgarlo y, en cualquier caso, ya poco importa. Jamás
lo encontré. Con él, de mi mundo, de mis días y mis noches, de mis horas y
minutos, de cada uno y todos mis segundos, para siempre marchó la esperanza, el
amor, la compasión, la belleza y la ternura... la vida.
Un hueco inmenso, un agujero oscuro e insondable
es la huella que quedó en mi pecho. Nada más. Busco, con furia ciega persigo
desde entonces, algún digno sucedáneo, un latido ajeno y mercenario, apenas un
eco, un murmullo leve y cálido que al fin quiebre el mortal hechizo que me
apresa y llene el extraño vacío que desde hace tanto habita mi alma,
que sane el rastro amargo de esta antigua y dolorosa cicatriz y logre hacer
palpitar entre mis venas, de nuevo, tibio y poderoso, un hálito de vida. Pero pasa
el tiempo y nada hallo. Tampoco esta vez lo conseguí. No me rindo. Nunca lo
hago. Sigo buscando.
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