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sábado, 10 de septiembre de 2016

Confesión


He matado a un hombre. Otro. Uno más. Hace exactamente dos horas y diecisiete minutos. No ha sido el único, ya digo. Hubo otros antes. Muchos. Siempre con premeditación y alevosía. A sangre fría. Así actúo. Lo confieso ahora sin dolor, sin culpa ni arrepentimiento. Y no busco perdón. Tampoco acallar mi conciencia. Sólo ocurre que por alguna extraña razón que ni yo misma del todo comprendo, sentí de pronto el impulso de contar lo sucedido. Quizá busque en el fondo −sí, todo es posible− algo de comprensión. Quién sabe.
Difícil, en cualquier caso, me resulta precisar con exactitud cuántos hombres murieron o quedaron, a lo largo de los años, malheridos por mi causa. Pero sé, y absoluta es mi certeza, que este último que tal vez ahora aún se debata entre la vida y la muerte, agonizante, sin todavía dar crédito (nunca lo hacen) a lo ocurrido,  no será el último.
«¡Mi corazón!», «¡devuélveme, ten piedad, el corazón!», suplicaba el pobre diablo mientras yo, cumplida ya mi misión, de su lado y de mi crimen, sin volver la vista atrás, con aquella víscera sangrienta aún latente entre mis dedos, me alejaba.
Incrédulo y deshecho en llanto, manos al pecho, extraviada la mirada, pintado en el rostro espanto y desconcierto, quizá por un instante creyó −¡criatura ingenua!− podrían sus lágrimas conmoverme.  
Y sí, suena cruel, terrible y cruel, lo sé, pero es lo cierto que también esta vez, como tantas, como siempre, resultó de nuevo todo tan melodramático, tan penoso, tan patético y sobreactuado.
Diré en honor a la verdad que no fue su culpa, justo es y así lo reconozco. Nunca sospechó de mí, no hubo motivo. Nunca intuyó a lo que se enfrentaba y en modo alguno, hubiera podido aquel triste infeliz adivinarlo. Desde el primer instante, mucho antes del primer beso o la primera caricia, del primer pícaro y en absoluto casual cruce de miradas y sonrisas, como cualquier buen sicario que se precie y yo lo hago, ya era yo entonces inmune a su dolor, a todo dolor. En ningún momento él lo advirtió. Ese fue mi triunfo. Esa su condena.
Y no, no persigo compasión, tampoco piedad. No las quiero. Sólo sucede −y aquí, no en la venganza como seguro muchos pronto pensarán, se halla el móvil de mi ruindad y de mis infamias− que también yo un día, en tierra hostil, extravié mi corazón. Lo entregué a quien no debía y al instante sin remedio lo perdí. Sólo mía fue la culpa. Si lo regalé o con malas artes lo robaron, no soy quien para juzgarlo y, en cualquier caso, ya poco importa. Jamás lo encontré. Con él, de mi mundo, de mis días y mis noches, de mis horas y minutos, de cada uno y todos mis segundos, para siempre marchó la esperanza, el amor, la compasión, la belleza y la ternura... la vida.
Un hueco inmenso, un agujero oscuro e insondable es la huella que quedó en mi pecho. Nada más. Busco, con furia ciega persigo desde entonces, algún digno sucedáneo, un latido ajeno y mercenario, apenas un eco, un murmullo leve y cálido que al fin quiebre el mortal hechizo que me apresa y llene el extraño vacío que desde hace tanto habita mi alma, que sane el rastro amargo de esta antigua y dolorosa cicatriz y logre hacer palpitar entre mis venas, de nuevo, tibio y poderoso, un hálito de vida. Pero pasa el tiempo y nada hallo. Tampoco esta vez lo conseguí. No me rindo. Nunca lo hago. Sigo buscando. 


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